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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La pelea de los gallos anglosajones

El pulso entre nacionalismos económicos es un peligro por los daños colaterales

Xavier Vidal-Folch
La primera ministra de Gran Bretaña, Theresa May, y el presidente de EE UU, Donald Trump.
La primera ministra de Gran Bretaña, Theresa May, y el presidente de EE UU, Donald Trump.Christopher Furlong (Getty Images)

Algunos se precipitan, pero hacia el abismo. El mes de enero fue trepidante para Theresa May y su cuento de hadas del Brexit. Recapitulen. El día 17 anuncia en la Casa de Lancaster que renuncia al mercado interior por el que su país tanto bregó, para poder controlar a fondo la entrada de unos cuantos rumanos y búlgaros.

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El 24, el Supremo ratifica que no le corresponde a ella la decisión última de activar el artículo 50 para desatar el Brexit, sino al Parlamento, esa pretendida escoria soberanista. Solo dos días después presenta a la Cámara un ridículo proyecto de ley de 137 palabras a tal efecto. Y al día siguiente se entrevista con el nuevo timonel mundial, Donald Trump, como su primera invitada de lujo.

En su agenda figuraba el deseo de trabar “un firme compromiso para un acuerdo bilateral de libre comercio”. Algo que los consejeros del líder populista se confesaron capaces de “fabricar en una semana”. Esas soluciones fáciles y expeditivas a problemas complejos, tan propias de populismos y autocracias.

Igual May les creyó, ayuna como es de conocimientos económicos básicos: no una semana, sino cuatro años llevan la UE y EE UU negociando el non-nato TTIP; no una semana, sino siete años negociaron la UE y Canadá el tratado bilateral CETA, finalmente a punto de superar sus últimas barreras. Igual confundía la realidad con su deseo: que la cura estadounidense suture y compense la herida de su orfandad de Europa, y el consiguiente vacío para sus intercambios.

El bueno de Trump fue pelín cruel, lanzando esos días su enésima bomba fétida, el veto a la entrada de todo ciudadano procedente de países islámicos. Algo que ni siquiera May, cuyo alcalde londinense es un respetable laborista musulmán, podía tragar: tuvo que hacer como si se pelease con el nuevo mandatario, aquél al que el jefe de su diplomacia, el inefable Borís Johnson, acaba de ecualizar con los dictadores Robert Mugabe y Nicola Ceaucescu.

El pulso entre nacionalismos económicos es tan bello para quien los contempla con cinismo como peligroso por sus daños colaterales: el consiguiente desplome del comercio, la recesión.

Es bello, porque ilustra su inherente estupidez. Destacados expertos británicos recuerdan que si el minúsuclo Reino Unido le sirve de algo a EE UU es como plataforma de desembarco empresarial en la UE (tarea en la que, crecientemente, le sustituye Irlanda), un poco a la manera de Latinoamérica y España.

Pero el precio de ese acuerdo sería un revés para el sector agrícola británico, que sería invadido por la también subvencionada y más competitiva agricultura de EE UU. Recuerden que el principal beneficiado de la PAC europea (Política Agrícola Común) es la humilde Casa de Windsor. Junto a él sufriría también el sector sanitario, presa de la presión privatizadora de la otra ribera, y huera de la defensa colectiva de los 28.

Más allá de esos sectores, no parece que otras actividades productivas británicas pudieran tampoco beneficiarse de jugar al solitario con el aliado de la “especial relación”, algo tan retórico como otros clubes histórico-lingüístico-culturales en declive.

En efecto, el Reino Unido es fuerte en producción de automóviles (de marcas extranjeras): a los costes logísticos de su exportación a ultramar se le suma hoy la barrera del rígido proteccionismo estadounidense en marcha. El sector financiero es fuerte, como el turismo en España, pero la City actúa más bien como laboratrorio de operaciones bancarias corruptas y sucursal de Wall Street que otra cosa.

El emergente sector tecnológico/creativo/innovador, de mejor futuro —y que según algunos recientes estudios, genera más PIB— que las decrépitas finanzas, tiene en California un competidor más que un cómplice. Y la energía es un sector muy liberalizado e internacionalizado, que va por libre.

De modo que cuando faltan solo dos meses para que Londres oficialice su divorcio de la UE, carece de todo plan alternativo sólido a su bipolar europeidad; de todo socio comercial relevante y seguro; de todo consenso interno más que la torpeza del laborismo endogámico y reaccionario hegemonizado por Jeremy Corbyn.

Delante suyo, los 27 socios permanecen de momento unidos, frente al populismo brexitero y al retropopulismo de Trump. En la cumbre de este viernes pulsaremos hasta qué punto.

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