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opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Reformistas miopes

Si una política hace aumentar la desigualdad, no es buena. No hay vuelta de hoja

Antón Costas
MARAVILLAS DELGADO

Cual lluvia fina y persistente, van cayendo de forma inclemente los datos que confirman el aumento de la desigualdad en España. El último, el Informe Mundial sobre Salarios 2014-2015de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), del que este diario dio noticia hace unos días (6 de diciembre). España es el país desarrollado en que más sube la desigualdad entre el 10% más rico y el 10% más pobre.

Este aumento no es ni una plaga bíblica ni una consecuencia inevitable de la crisis. En otros países, como Portugal, Grecia o Rumanía, no se da esta dinámica desigualitaria. Al contrario, se produjo un “efecto aplanación”. No es el caso de España: aquí se ha producido el efecto contrario. Algo va mal.

No es un problema de productividad. La causas son otras. Primera, la concentración del paro y de la caída de salarios en la parte débil de la sociedad. Segunda, el hecho de que nuestro sistema de protección social está mal diseñado y no cubre a ese 10 % más débil, que en muchos casos no tiene derecho al seguro de paro ni a otras ayudas.

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Detrás de estos datos hay una realidad social muy dura. Pérdida de empleo, de ingresos, de ayudas, de oportunidades, de expectativas de futuro para muchas personas y familias. Y hay que recordar que cuanto más larga sea la recesión, más difícil será que los que hoy están en la cuneta del desempleo puedan incorporarse a la carretera. El crecimiento por si solo no los sacará de esa situación. Ya lo vimos en la anterior crisis, cuando el paro estructural permaneció elevado aún en los momentos en que la economía crecía y creaba empleo.

Frente esta realidad inclemente, el discurso oficial, el de las autoridades y el de los expertos, especialmente la UE, recomienda hacer reformas “duras”. Pero me temo que las reformas se han convertido en un mantra, sin otro efecto que no sea empeorar aún más las condiciones de vida de esa parte de la sociedad que lo está pasando mal.

¿Cuál es el criterio para juzgar la deseabilidad o no de una reforma concreta?

A mi juicio, sus efectos sobre la desigualdad. Si una reforma aumenta la desigualdad, no es una buena reforma. Ni para la sociedad ni para la economía. No hay vuelta de hoja.

Sin embargo, hay un problema con este criterio. Los economistas metidos a reformadores no están familiarizados con el análisis de los efectos sobre la equidad. Su formación les lleva a pensar que allí donde hay un fallo de mercado que reduce la eficiencia, los gobiernos deben llevar a cabo reformas que corrijan esos fallos. Son como esas personas a las que les das un martillo y se ponen como locos buscando algo que remachar, sin pararse a pensar que es posible que al querer arreglarlo lo estropeen más.

Esta limitación del análisis económico de las reformas ha sido recordada recientemente por dos prestigiosos economistas, Daren Acemoglu y James Robinson, de la Universidad de Harvard y del MIT respectivamente, autores del libro de éxito Por qué fracasan las naciones. En un trabajo titulado Economics vs Politics: Pitfalls of Policy Advice (Economía contra Política: las trampas de la asesoría de políticas públicas) señalan que las reformas económicas llevadas a cabo sin tener en cuenta las consecuencias sobre la desigualdad, más que promover la eficiencia económica pueden reducirla. De ahí que recomienden a los economistas y responsables políticos ser particularmente cuidadoso en la evaluación de los efectos políticos de las reformas económicas que cambian la distribución de la renta en la sociedad en una dirección que beneficia a grupos que ya son poderosos. En su opinión, en tales casos, reformas bien intencionadas pueden romper el equilibrio de poder político en favor de grupos dominantes y afectar al crecimiento.

Entiéndase bien. No digo que los reformadores sean perversos, digo que son miopes; es decir, cortos de mira y de perspicacia. Acostumbran a fijarse sólo en la primera derivada de las reformas: sus efectos sobre la competitividad y la eficiencia. Pero olvidan la segunda derivada, la más importante: los efectos sobre la equidad y los equilibrios políticos de la sociedad. Las reformas en España y en la UE han pecado de esta miopía.

Quizá habría que instituir un diploma de “el buen reformador” que identifique esta miopía, algo así como se hace con el permiso de conducir. Ironías aparte, lo importante es que las reformas económicas deben ser evaluadas en función de sus efectos sobre la desigualdad, el empleo y las oportunidades.

Sin duda, hay que hacer reformas. Especialmente aquellas que rompen los corporativismos existentes en muchos sectores y mejoran las oportunidades y la creatividad de las personas. Pero hay que recordar que no solo de reformas se alimenta el crecimiento y el empleo. También necesitamos políticas que ayuden a la gente a salir de la cuneta y a los jóvenes a emanciparse. Por ejemplo, una política favorable a la emancipación de los jóvenes de 19 a 33 años hará más por la creatividad de la economía y el crecimiento que diez reformas convencionales. De esto hablaremos en otra ocasión.

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