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Columna
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El ‘eje del mal’ del cambio climático

Los republicanos coinciden con Trump en querer destruir al planeta

“No es su imaginación: los veranos son más calurosos”. Eso decía recientemente un titular de The New York Times, resaltando un análisis estadístico década a década, efectuado por el experto climático James Hansen. “La mayoría de los veranos”, concluía el análisis, “son ahora calurosos o extremadamente calurosos en comparación con los de mediados del siglo XX”.

¿Y dice algo nuevo? A estas alturas, las pruebas de que se está produciendo un calentamiento del planeta causado por los humanos se vuelven cada vez más abrumadoras, y las creíbles hipótesis acerca del futuro –episodios climatológicos extremos, aumento del nivel del mar, sequías, etcétera– dan cada vez más miedo. En un mundo racional, la toma de medidas urgentes para limitar el cambio climático sería la prioridad política más acuciante para cualquier gobierno.

Pero, claro, el Gobierno estadounidense está ahora controlado por un partido en el que la negación del cambio climático –rechazar no solo las pruebas científicas sino también la evidente experiencia vivida y oponerse ferozmente a cualquier intento de ralentizar la tendencia– se ha convertido en sello distintivo de la identidad tribal.

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Digámoslo así: los republicanos no parecen capaces de revocar la reforma sanitaria del presidente Obama, y las recriminaciones entre los líderes del Senado y el tuitero en jefe acaparan los titulares. Pero el Partido Republicano está completamente unido en este proyecto de destruir la civilización, y avanza satisfactoriamente hacia ese objetivo.

¿De dónde procede la negación del cambio climático?

Que quede claro que los expertos no siempre tienen razón: incluso un consenso científico abrumador ha resultado en ocasiones erróneo. Y si alguien ofrece una crítica de buena fe a las opiniones convencionales, haciendo un esfuerzo serio por llegar a la verdad, merece que se le escuche.

Pero lo que es evidente para cualquiera que siga el debate sobre el clima es que prácticamente ninguno de los escépticos intenta realmente llegar a la verdad. No soy científico del clima, pero sí reconozco los argumentos falsos, y no me viene a la mente ningún escéptico del cambio climático destacado que no dé sus razones claramente de mala fe.

Piensen, por ejemplo, en todos aquellos que aprovecharon el hecho de que 1998 fue un año inusualmente caluroso para afirmar que el calentamiento del planeta se paró hace 20 años, como si un día de mayo irrazonablemente caluroso probase que el verano es un mito. O en todos los que han utilizado citas de investigadores sobre el clima sacadas de contexto como prueba de que se trata de una enorme conspiración científica. O ya puestos, en quienes citan la “incertidumbre” como razón para no hacer nada, cuando debería ser evidente que los riesgos de que se produzca un cambio climático más rápido de lo esperado si hacemos demasiado poco superan a los riesgos de hacer demasiado si el cambio es más lento de lo previsto.

Pero ¿a qué se debe esta epidemia de mala fe? La respuesta, diría yo, es que hay de hecho tres grupos implicados, una especie de eje del mal climático.

En primer lugar, como es obvio, el sector de los combustibles fósiles –piensen en los hermanos Koch– movido por un interés económico evidente en seguir vendiendo energía sucia. Y la industria, siguiendo la misma senda bien trillada que otros grupos sectoriales emplearon para suscitar dudas acerca de los peligros del tabaco, de la lluvia ácida, del agujero de ozono y demás, ha bañado sistemáticamente en dinero a grupos de análisis y científicos dispuestos a sembrar dudas sobre el cambio climático. Si investigamos, descubriremos que muchos –quizá la mayoría– de los escritores que se proponen sembrar dudas sobre el calentamiento planetario han recibido fondos del sector de los combustibles fósiles.

Así y todo, los intereses mercenarios de las empresas de combustibles fósiles no son los únicos responsables. También está la ideología. Una parte influyente del espectro político estadounidense –piensen en las tribunas de opinión de The Wall Street Journal– se opone a cualquier forma de normativa económica estatal; es seguidor de la doctrina reaganiana de que el Estado siempre es el problema, nunca la solución.

Esas personas siempre han tenido un problema con la contaminación: cuando las acciones individuales no reglamentadas imponen costes a otros, es difícil ver cómo se puede evitar el apoyar alguna forma de intervención estatal. Y el cambio climático es la madre de todas las cuestiones de contaminación.

Algunos conservadores están dispuestos a afrontar esta realidad y apoyan una intervención para limitar las emisiones de gases de efecto invernadero respetuosa con el mercado. Pero demasiados de ellos prefieren simplemente negar la existencia del problema: si los hechos entran en conflicto con su ideología, niegan los hechos.

Por último, hay unos cuantos intelectuales públicos –menos importantes que los plutócratas y los ideólogos, pero en mi opinión más bochornosos– que adoptan una pose de escepticismo frente al cambio climático por puro ego. En efecto, dicen: “¡Miradme! ¡Soy listo! ¡Me gusta llevar la contraria! ¡Os mostraré lo listo que soy negando el consenso científico!” Y por mera pose, están dispuestos a empujarnos más hacia la catástrofe.

Y esto me devuelve a la actual coyuntura política. Ahora mismo los progresistas se sienten mejor de lo que esperaban hace unos meses: Donald Trump y sus amigos-enemigos en el Congreso están logrando mucho menos de lo que esperaban, y de lo que sus adversarios temían. Pero eso no cambia el hecho de que el eje del mal climático ejerce ahora un firme control sobre la política estadounidense, y de que tal vez el mundo nunca logre recuperarse.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía.

© The New York Times Company, 2017.

Traducción de News Clips. 

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