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Columna
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¿Qué pasa con Europa?

Las élites de la UE no deben tomarse una victoria de Macron como un espaldarazo a sus políticas

Emmanuel Macron, en un acto de campaña.
Emmanuel Macron, en un acto de campaña.SEBASTIEN BOZON (AFP)

Francia celebrará este domingo sus elecciones presidenciales. La mayoría de los observadores prevén que el centrista Emmanuel Macron derrotará a Marine Le Pen, la nacionalista blanca (por favor, dejemos de dignificar esta cosa llamándola "populismo"). Y estoy bastante seguro de que las normas de The New York Times me permitirán declarar directamente que espero de todo corazón que la opinión general no se equivoque. Una victoria de Le Pen sería desastrosa para Europa y para el mundo.

Pero también pienso que es justo hacernos un par de preguntas acerca de lo que ocurre. En primer lugar ¿cómo han llegado las cosas hasta este punto? Y en segundo lugar, ¿sería la derrota de Le Pen algo más que una postergación temporal de la crisis que se desarrolla en Europa?

Algunos antecedentes: como cualquiera en el lado americano del Atlántico, no puedo evitar ver a Francia en parte a través de lentes con los colores de Donald Trump. Pero es importante comprender que los paralelos entre la política francesa y la estadounidense existen a pesar de las grandes diferencias entre las tendencias económicas y sociales subyacentes.

Para empezar, a pesar de que Francia recibe una sorprendente cantidad de mala prensa –buena parte de ella procedente de ideólogos que insisten en que los Estados del bienestar generosos tienen que tener consecuencias desastrosas– es de hecho una economía bastante próspera. Lo crean o no, los adultos franceses en sus mejores años para el trabajo (25 a 54) tienen muchas más probabilidades que sus homólogos estadounidenses de lograr un buen empleo.

También son más o menos igual de productivos. Es cierto que en conjunto los franceses producen una cuarta parte menos por persona que los estadounidenses, pero eso se debe principalmente a que se toman más vacaciones y se jubilan más jóvenes, cosas que obviamente no son horribles.

Y si bien Francia, al igual que casi todos, ha experimentado un descenso gradual del empleo en el sector industrial, nunca ha experimentado nada parecido a la "sacudida china" que provocó la caída en picado del empleo en la industria estadounidense a principios de la década de 2000.

Por otra parte, sobre el telón de fondo de esta economía no maravillosa pero tampoco horrible, Francia ofrece una red de seguridad social que supera los sueños más descabellados de los progresistas estadounidenses: atención sanitaria de alta calidad para todos, generosos permisos de paternidad y maternidad, enseñanza preescolar universal y mucho más.

Y por último, aunque no menos importante, Francia –quizá debido a estas diferencias políticas, quizá por otras razones– no está experimentando nada comparable al hundimiento social que parece estar afectando a buena parte del Estados Unidos blanco. Sí, Francia tiene grandes problemas sociales, ¿quién no? Pero no da muchas señales del drástico aumento de las "muertes por desesperación" –mortalidad por drogas, alcohol y suicidio– que Anne Case y Angus Deaton han demostrado que se está dando entre la clase trabajadora blanca estadounidense.

En resumen, Francia no es ni mucho menos una utopía, pero desde casi todos los puntos de vista, ofrece a sus ciudadanos una vida bastante decente. ¿Por qué, entonces, hay tantos dispuestos a votar –insisto, no usemos eufemismos– a una extremista racista?

Hay, sin duda, múltiples razones, en especial la ansiedad cultural por los inmigrantes islámicos. Pero parece claro que los votos a Le Pen serán en parte votos de protesta contra unos funcionarios de la Unión Europea a los que se considera despóticos y desconectados de la realidad. Y por desgracia, en esa percepción hay una parte de verdad.

Quienes hemos visto cómo afrontaban las instituciones europeas la crisis de la deuda que empezó en Grecia y se extendió por buena parte de Europa nos escandalizamos ante la combinación de insensibilidad y arrogancia que prevaleció a lo largo de la misma.

Aunque Bruselas y Berlín se equivocaron una y otra vez acerca de la economía –a pesar de que la austeridad que imponían era económicamente tan desastrosa como sus detractores advertían– siguieron actuando como si conociesen todas las respuestas, como si todo el sufrimiento causado fuese, de hecho, un castigo necesario por los pecados cometidos.

Desde el punto de vista político, los eurócratas se salieron con la suya porque los países pequeños eran fáciles de intimidar, demasiado aterrados ante la perspectiva de quedar eliminados de las finanzas del euro como para oponerse a exigencias irrazonables. Pero la élite europea cometerá un terrible error si cree que puede comportarse de igual modo con actores más grandes. De hecho, hay ya indicios de desastre en las negociaciones que están teniendo lugar actualmente entre la Unión Europea y Reino Unido.

Ojalá los británicos no hubiesen votado a favor del Brexit, que debilitará a Europa y empobrecerá a su propio país. Pero las autoridades de la UE se parecen cada vez más a un cónyuge abandonado, decidido a sacar tajada del divorcio. Y eso es simplemente una locura. Le guste o no, Europa deberá convivir con Reino Unido después del Brexit, y un acoso como el utilizado contra Grecia no va a funcionar con un país tan grande, rico y orgulloso como Reino Unido.

Lo que me lleva de nuevo a las elecciones francesas. La posibilidad de que venza Le Pen debería aterrarnos. Pero también debería preocuparnos que la victoria de Macron permita a Bruselas y Berlín interpretar que el Brexit ha sido una aberración, que siempre será posible intimidar al electorado europeo para que acepte lo que sus superiores dicen que es necesario.

Así que seamos claros: aunque el domingo se evite lo peor, todo lo que conseguirá la élite europea es una oportunidad temporal de corregirse.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía.

© The New York Times Company, 2017.

Traducción de News Clips.

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