_
_
_
_
_
Energía

Los últimos mineros mileuristas

En las montañas de León ven pasar cada día camiones con carbón de la otra punta del mundo, mientras luchan por mantener la única que queda abierta

Íñigo Domínguez

En Villablino, en el valle de Laciana, León, ven pasar cada día por el pueblo una de las paradojas crueles e incomprensibles de la globalización. Un centenar de camiones que viene del puerto de Gijón con carbón que llega en barco desde Sudáfrica, Rusia o América, hay quien dice que incluso de Australia y China, y va a la central térmica de Compostilla, cerca de Ponferrada, a 54 kilómetros del pueblo. Ellos y sus minas están al lado, pero sale más barato el otro, que viene de la otra punta del mundo, y este valle, que lleva un siglo viviendo del carbón, ahora está muriendo de él. Había 5.000 mineros hace 25 años y quedan unos 75 en la última mina abierta de la provincia de León, La Escondida. Hay otra a veinte minutos, Cerredo, ya en Asturias, con otros 200 mineros. En España solo hay ocho más activas, la mayoría en proceso de cierre o liquidación, en Asturias y Teruel. Todas agonizan porque en 2018 está previsto cerrar las que no sean rentables, y se teme que no quedará ni una. En el valle de Laciana, como en los 92 municipios españoles afectados, se aferran a la esperanza de salvarlas, aunque hace ya casi tres décadas que conviven con la idea de que esto se acaba. “Estamos viviendo el final de la minería, estamos en la UVI”, lamenta Mario Rivas, alcalde socialista de Villablino.

El estado terminal no solo tiene que ver con la agonía, sino con las condiciones extremas. Los mineros de arranque, los que pican, cobran unos 1.600 euros, en algún caso hasta 2.000 al mes; el ayudante, hasta 1.400, pero hay algunos que están cobrando 800 y 900 euros. Los últimos mineros también son mileuristas. La historia del valle está regresando a donde empezó a finales del siglo XIX, antes de que hubiera carbón y era un pobre y remoto rincón de las montañas, agrícola y ganadero. Fue la Primera Guerra Mundial, que causó una subida del carbón del 277 % en dos años, la que abrió la explotación a gran escala de la cuenca de Villablino, con resistencia vecinal, por cierto, por temor a la nueva industria y la modernidad.

La cabaña donde se alojó José Ramón Fernández, de 83 años, al llegar al valle en 1953 está aún en pie a veinte metros de su vivienda, junto al río. Vino desde Galicia en busca de un futuro, que era muy cuesta arriba, con salarios bajos y condiciones durísimas. Recuerda la huelga de 1962, tres meses sin trabajar. Una huelga con Franco era cosa seria. “Nos tenían acojonados, no pintábamos nada, no podías protestar. La Guardia Civil te llevaba a comisaría y para empezar a hablar, una patada en los huevos que te salían por la boca”, recuerda. Pasó 31 años en la mina, hasta 1984. “Todo interior”, precisa. Su principal recuerdo es “esto”, dice señalando a los dos tubitos que tiene en la nariz. El pulmón se le empequeñeció ocho centímetros y vive en compañía de una bombona de oxígeno medicinal de 30 litros. Aquella generación consiguió mucho, hoy tiene su pensión, pero luego ha visto la cuesta abajo: “Ahora aquí hay hambre”, sentencia. “En algunos ayuntamientos la gente va a pedir para comer”.

Más información
Bruselas acepta el plan para cerrar las minas españolas de carbón en 2018
Luz más cara en enero... y también más sucia
Aumenta la adicción de España a las importaciones de petróleo, gas y carbón
La agonía del carbón

Su hijo, que se llama igual y tiene 54 años, entró en la mina en 1982 y se prejubiló en 2004, con 41. Los dos Fernández suman medio siglo de vida en la mina, como todas las familias de por aquí. Una cazuela hierve en la cocina sobre un fogón de carbón, tienen una vitrocerámica pero casi como de mesa camilla. A sus pies, la trampilla de la carbonera. José Ramón Fernández, hijo, vivió la época gloriosa. “Nunca habrá una empresa como la MSP. Entrabas y sabías que tenías trabajo para toda la vida, ibas contento a trabajar”, evoca con nostalgia. Daban empleo a todo el mundo, relata. Hasta a uno que no sabía contar lo pusieron a llevar el recuento de los vagones y lo hacía con la baraja: sota, caballo, rey, as y vuelta a empezar, y por lo visto no fallaba. La MSP (Minero Siderúrgica de Ponferrada) tenía escuela, hospital, economato, te daba la casa, facturas incluidas, todo. Villaseca de Laciana, donde viven los Fernández, tenía 36 bares y quedan 8. Cuatro carnicerías, y ya no hay. Por cada minero había cinco puestos de trabajo indirectos, y ahora la cuenta se hace al revés, miles de empleos menos.

En los noventa empezó la reconversión. Apareció el empresario Victorino Alonso, el famoso magnate de la minería española, polémico y asiduo de los tribunales. Por ejemplo, acaba de ser condenado en primera instancia a pagar 46 millones por la desaparición de un almacén de 577.000 toneladas de carbón de la empresa pública Hunosa. Que luego reaparecieron, pero era otro mineral de peor calidad. “Venían las subvenciones e invertía en lo que quería, en maquinaria, en carreteras, nadie le dijo nada, y cuando las quitaron cerró y se acabó. El dinero desapareció, con lo que le dieron podíamos haber vivido la mitad de la provincia de León”, lamenta Fernández hijo. En este panorama también han surgido casos como el del líder minero de SOMA-UGT en Asturias, José Ángel Fernández Villa, que se sentará en el banquillo acusado por la Fiscalía Anticorrupción de desviar 400.000 euros de los fondos mineros a su patrimonio personal. Es un escándalo que ha hecho mucho daño a la batalla sindical.

Toño, el pequeño de la familia Fernández, 40 años, también acabó en la mina y ha vivido la agonía final de los pozos. Se quedó en paro en 2016. En la sede de UGT en Villablino, donde trabaja, hay fotos en blanco y negro de la célebre marcha negra de los mineros en marzo de 1992, hace exactamente 25 años, que partió de este pueblo hasta Madrid. Luego siguió un declive controlado, con miles de millones en subvenciones, pero imparable. Según datos del ministerio de Energía, en 1990 había más de 200 empresas y 90.000 mineros. En 2015 quedaban 15 con 3.300 empleos. Hoy son solo dos empresas maltrechas. En medio de este desastre social, Toño Fernández señala los camiones con carbón que atraviesan Villablino: “Y luego tienes que aguantar esto”. En los últimos meses ha habido incidentes y manifestaciones contra los camiones, la penúltima batalla es para que al menos no pasen por allí.

En el valle de Laciana se desesperan por este absurdo de la globalización, que sea más barato traerlo de otro continente cuando ellos lo tienen bajo los pies. Se paga la tonelada a 60, 65 euros, y las empresas no pueden aguantar. “A los que aún trabajan les han quitado el 20 % de sueldo, hasta ver si cobran las ayudas, y hace poco otro 10 %”, acusa Fernández. En ese momento para un coche y el conductor, Juan Alberto Pereira, pregunta al sindicalista si se sabe algo, si hay alguna noticia. En Laciana no se habla de otra cosa, de si podrán seguir después de 2018, de si habrá otro plan. Pereira, de 40 años, lleva 22 en mina, aunque ya tiene hernia discal y un 50 % de pérdida en una muñeca. Está en el pozo Cerredo, en Asturias, donde hubo 600 empleados y ahora son 200. “Cuando empecé yo ya no había futuro, siempre he vivido con esa ansiedad de que esto se acaba”, dice con tristeza. “Nos venden la moto de que no es rentable. Es imposible. ¿Cómo va a ser más barato el que viene de Sudáfrica, y que con ese transporte contamina más? Nos están engañando porque nos quieren eliminar”, sentencia.

Las minas van sacando lo que les piden las centrales, con cuentagotas. La mitad del año pasado, por ejemplo, no les pidieron. Pereira, que tiene tres hijos, y sus compañeros estuvieron trabajando seis meses sin cobrar, manteniendo la mina con vida, porque si una mina la dejas se deteriora rápido. No esperan subvenciones, lo único que quieren es que les compren el carbón, el nacional, para seguir viviendo. Las centrales estaban obligadas hasta 2014 por decreto, pero luego se ha impuesto la libertad de mercado. “Nosotros no somos los malos, la situación es crítica para todos, la central necesita el carbón nacional tanto como el importado”, replica un portavoz de Endesa, propietaria de la central térmica de Compostilla, que produce electricidad mezclando los dos, de distinta calidad. De hecho, sin el nacional no puede funcionar y deberá cerrar, un riesgo que corren otras centrales. Compostilla, por ejemplo, da trabajo a 400 personas, 175 de ellas en plantilla, y ya pasa meses sin entrar en el mercado. “O consigues una mezcla adecuada, fabricando kilovatios al precio de mercado, o no entras. Y si llega un año de viento y lluvia, tampoco, las renovables tienen preferencia”, explica. Afirman que no pueden negociar a largo plazo, hacen contratos a tres meses. Se han dado hasta contratos de 15 días, cuando la planificación de una mina solía ser, mínimo, dos años. “Estamos en el mercado y ahora es así”, lamenta Endesa.

En La Escondida, la mina de HBG (Hijos de Baldomero García) de Caboalles de Arriba, la última mina abierta de León, tienen un contrato de cinco meses, pero el 31 de julio termina y luego ya no saben lo que será de ellos. Habrá que sentarse a negociar otra vez con Endesa por unos minutos de prórroga. En la entrada de la mina tres mineros se echan un cigarro entre nubes de polvo negro. Este pozo, abierto en 1941, empezó como campo de trabajo de prisioneros de guerra. Hoy apenas hay turnos de cuatro personas. Los barrenistas que entran a las cinco de la tarde no quieren hablar con la prensa, están hartos. Los que salen, negros hasta los ojos, van a la ducha. Este polvo negro solo sale con estropajo. Sergio García, de 49 años, lleva 17 en la mina, pero diez en cielo abierto se los computaron como si fuera de la construcción, una trampa habitual en los años de crisis. "Era eso o nada", lamenta. Ahora para él la prejubilación es inalcanzable.

Mario Rivas, alcalde de Villablino, se pasa el día de reuniones, entre Madrid y Bruselas, para intentar salvar lo salvable. Cree que a España le interesa mantener un mínimo de carbón nacional, para poder tener a raya el precio del importado -que en algunos momentos de los últimos meses ha sido más caro- y como reserva estratégica para echar mano de él en situaciones de emergencia. Pone el ejemplo de la subida de la luz de este invierno, ante las condiciones meteorológicas adversas y la carestía del gas, que obligó a recurrir con urgencia al carbón nacional: “Todo el mundo sabe que España todavía necesitará carbón en los próximos 30, 40 años, como complemento de las renovables, y la pregunta es si será nacional o importado. Es lo que pedimos al Gobierno, que apueste por nosotros, y tiene que decidirlo ya”.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_