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Tribuna
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Productividad y función empresarial

Cada vez queda más claro que no hay creación de empleo sin una mejora en la capacidad de hacer más

Emilio Ontiveros

Se ha hecho tópica con razón aquella afirmación que formuló Paul Krugman en su libro La era de las expectativas limitadas (1994): "la productividad no es todo, pero en el largo plazo es casi todo. La capacidad de un país para mejorar sus condiciones de vida depende casi enteramente de su habilidad para elevar la producción por trabajador". La hemos vuelto a recordar con ocasión de la reciente presentación del muy recomendable libro de Juan Francisco Jimeno, Crecimiento y Empleo. Una relación turbulenta e incomprendida, cuyo propósito central es desmontar las simplificaciones acerca de los factores determinantes de la creación de empleo y, en concreto, la propensión a concretar umbrales del PIB a partir de los cuales el empleo se intensifica. Esa relación, en efecto, no es lineal ni simple, depende de no pocos factores y, siendo importante, va más allá de la estricta organización del mercado de trabajo, de su regulación más o menos disfuncional y de la mejor o peor ejecución de las políticas de empleo.

Asumiendo la complejidad del análisis de ese vínculo entre crecimiento económico y empleo lo que queda evidenciada es la relación positiva a largo plazo entre el crecimiento del empleo y la productividad; más concretamente, la productividad total de los factores (PTF, las mejoras que tiene lugar más allá de la eficiencia de cada uno de los factores de producción), de la que hemos hablado en esta columna en diversas ocasiones. Lo hemos hecho tras verificar que de forma continua, desde luego desde mediada la década de los noventa, la PTF española apenas crecía.

En esta juegan un papel importante aspectos externos como la calidad de las políticas y de las instituciones, privadas y públicas, con las que las empresas interactúan, incluidas, desde luego, las relativas al mercado de trabajo. Pero no menos relevantes son aquellos otros que permiten una asignación eficiente de los recursos, una continua adaptación competitiva de las empresas, que son en última instancia las que de forma agregada determinan esas mejoras de eficiencia. Y en este punto, la organización de las empresas en su acepción más amplia, es esencial: su capacidad innovadora no solo en la generación de nuevos productos o servicios, sino en la mejora de los procesos. En la adecuación de las organizaciones, la calidad de la función empresarial, de la gestión y, desde luego, la dimensión de las empresas son aspectos esenciales.

Las circunstancias que presiden la creación de empresas, los incentivos u obstáculos que existen para que buenos talentos decidan emprender, las formas de crecimiento de las empresas, las probabilidades de supervivencia que tienen, son aspectos que han cobrado una importancia creciente en la explicación de los registros de productividad de las economías. Las "cajas negras", no siempre atendidas en la modelización macroeconómica, han pasado a recabar una atención cada día mayor en las investigaciones aplicadas. También, y de forma bastante meritoria en nuestro país. Y es que los resultados agregados en este campo son los que explican las posibilidades de aumentar el bienestar conjunto de la economía, el aumento sostenido del PIB por habitante.

Esa evidencia pone de manifiesto, en primer lugar, que las facilidades en España para la creación de empresas no son precisamente las mejores. Las posiciones de nuestro país en el conocido indicador Doing Business del Banco Mundial siguen situándose por debajo de la 30ª posición, con trámites y plazos de constitución superiores al promedio de las economías avanzadas. A las dificultades en el nacimiento se añade la dimensión reducida con que nacen, muy inferior al de otros países: en realidad, muchas empresas nacen sin trabajadores, y son estas las que registran una menor tasa de supervivencia. En esas dificultades de partida influyen aspectos regulatorios, en el mercado de trabajo o en la legislación concursal, pero también de naturaleza financiera, de un sistema poco orientado a la financiación de proyectos con riesgo diferencial o, simplemente, a la asignación de financiación a empresas poco productivas.

Según el Directorio Central de Empresas (DIRCE) del INE, de las 3.236.800 empresas que existían en España en enero de 2016 (último dato disponible), solo el 15,8% de las activas tenía una edad igual o superior a 20 años, mientras que el 20,1% tenían menos de dos años. Con datos a esa misma fecha, más de 1,79 millones de empresas no emplearon a ningún asalariado. Esta cifra supuso el 55,3% del total. Además, otras 895.574 (el 27,7% del total) tenían uno o dos empleados. Es decir, el 83% de las empresas españolas ocupaban a dos o menos asalariados; solo el 4% tenían más de 20 trabajadores. Son cifras que contrastan con el promedio europeo, pero especialmente con las economías más competitivas. No son necesarios más datos para asumir que esa dimensión media o la baja tasa de supervivencia de las empresas no favorecen el aumento de la productividad: no facilitan la incorporación de capital humano, físico o tecnológico suficiente y de calidad. Ayudan a entender, en suma, la baja propensión innovadora de la mayoría de las empresas españolas, su reducida inversión en intangibles, en I+D en particular, muy inferior al promedio de la OCDE. En consecuencia, las posibilidades de generar ganancias de productividad, de mejorar su capacidad competitiva, son inicialmente menores que las disponibles para la mayoría de las empresas de las economías de nuestro entorno. Y ello se percibe en ese otro aspecto relevante que es la calidad de la propia función empresarial, difícil de cuantificar, pero altamente correlacionada con la PTF.

Son muy escasas las aproximaciones empíricas a este ámbito en nuestro país. Las realizadas por los profesores de Economía de la Empresa Emilio Huerta y Vicente Salas son de las más destacadas. De sus trabajos comparados sobre dimensión empresarial y productividad se deduce que la calidad de la gestión empresarial (el uso de técnicas adecuadas para organizar el trabajo, coordinar y motivar a las personas en la organización) explica también la distribución por tamaños de las empresas. Junto a ella, o dentro del mismo concepto de calidad de la función empresarial, la capacidad para fortalecer la confianza entre los principales actores de la empresa, disponen de mayor influencia en las diferencias de tamaños medios empresariales que las existentes en el funcionamiento de los mercados de productos y factores. Son conclusiones similares a las destacadas recientemente por el presidente del BCE (Moving to the Frontier: Promoting the Diffusion of Innovation) subrayando cómo la difusión tecnológica, no solo la propia generación de innovación, requiere de calidad de la gestión empresarial capaz de propiciar adaptaciones organizativas que absorban nuevas tecnologías; nuevas técnicas de gobernar las empresas, en definitiva.

Estas referencias a los aspectos más directamente vinculados al interior de la "caja negra" no significa que los relativos al entorno, a la reducción de barreras limitativas de la competencia, a la calidad de las instituciones y las políticas, incluida la educación y la inversión pública en I+D, o la adecuada asignación de financiación, sean poco importantes. Su eficacia, en todo caso, sería mucho mayor si la composición del censo empresarial y la calidad de los que dirigen la amplia mayoría de las empresas, fueran más adecuadas. Ejemplos no faltan, dentro y fuera de nuestro país, para descartar que se trate de limitaciones imposibles de superar.

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