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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La tentación proteccionista

José Luis Leal

Una de las secuelas de la gran crisis de la que aún no hemos salido del todo ha sido la de extender por doquier en los países avanzados la idea de que habría sido posible protegerse de sus efectos cerrando las fronteras. No es una idea nueva, pero esta vez se ha sobrepuesto a los temores que despierta la globalización. Lo notable es que el rechazo a la libre competencia, a la libre circulación de mercancías y servicios por el mundo, se produce por igual en los confines del abanico político, en la extrema derecha en los países del Norte y en la extrema izquierda en los del Sur.

Reflejo de esta situación han sido los problemas para la aprobación inicial por parte de los gobiernos del Acuerdo de libre comercio entre la Unión Europea y Canadá, conocido como el CETA, que en cierta medida es el precursor del Tratado con los Estados Unidos (el TTIP), cuyos principios son muy parecidos a los que se han negociado con Canadá. En este último caso, el escollo, superado tras unas semanas de tira y afloja, ha venido del Parlamento de Valonia, una pequeña región de Bélgica azotada por la crisis que teme las consecuencias del Tratado. El sistema político belga prevé el acuerdo previo de los parlamentos regionales para que el Gobierno de su conformidad al Tratado. En realidad se trata más bien de un problema de gobierno interno de la Unión Europea que de otra cosa. Al final el Parlamento de Valonia dio su aprobación y el Acuerdo ha podido firmarse. Tras la aprobación por el Parlamento europeo, que se da por segura, el Acuerdo entrará en vigor provisionalmente a la espera de su ratificación por los parlamentos nacionales de los países de la Unión. Queda pues un largo camino por delante.

La mejor manera de proteger a los perjudicados es armarles para que puedan desarrollar nuevas competencias

Tanto el CETA como el TTIP han sido negociados durante más de cinco años. En el caso de los Estados Unidos, el Tratado ha contado con la decidida oposición del aspirante a la Casa Blanca republicano, Donald Trump y con la ambigüedad de Hillary Clinton. La oposición norteamericana se basa en la lectura de los resultados de un acuerdo interamericano anterior, el NAFTA, al que se le atribuye el cierre de empresas en Estados Unidos y su traslado a México, principalmente. Este mismo miedo resurge ahora a propósito del TTIP a pesar de que la tarifa media frente al exterior de los Estados Unidos es de un 3 por ciento, frente al 2 por ciento de la UE. Las tarifas aduaneras son muy bajas, casi inexistentes, para la mayoría de los productos, pero los obstáculos no proceden solamente del simple registro de aduanas, sino de las barreras regulatorias.

Como era de esperar, este ha sido uno de los principales puntos de discusión a lo largo de los últimos años. El temor en ambos lados del Atlántico era el de acercarse sin excepciones al modelo europeo por el que un bien o servicio producido legalmente con arreglo a la normativa de un país miembro puede ser vendido libremente en el resto de los países de la Unión. Este principio ha sido el principal motor de la integración de los mercados europeos, pero el intento de aplicarlo a zonas donde las normativas reglamentarias pueden ser muy diferentes plantea muchos problemas. La posibilidad de abrir los mercados europeos a los productos agrícolas norteamericanos genéticamente modificados provocó en su día un fuerte rechazo en algunos países europeos a pesar de que en los dos Acuerdos se reconoce explícitamente la posibilidad de que los gobiernos nacionales prohíban, como se hace ahora, la importación de estos productos. Se trata de una cuestión clave y lo que se ha negociado es el acercamiento progresivo de las reglamentaciones, para lo que se propone la creación de un organismo de cooperación reguladora.

Otro aspecto importante de los acuerdos es la apertura de los mercados públicos a empresas de ambos lados del Atlántico. Los problemas en este terreno son numerosos por los niveles de las convocatorias —nacionales, regionales o locales—- a menudo con diferentes normativas en cada uno de ellas, y por la existencia de mercados sensibles, como los relacionados con la defensa. Aunque los mercados públicos europeos están mucho más abiertos que los de Estados Unidos, la negociación de este apartado no ha sido la más difícil.

El rechazo a la globalización se produce por igual entre la extrema derecha y la izquierda, en el Norte y en el Sur globales

Queda el ámbito jurisdiccional, que ha suscitado en Europa el acalorado rechazo de algunos sectores de opinión. La propuesta de ambos Tratados es la de crear una jurisdicción especial de arbitraje compuesta por tribunales de jueces y expertos nombrados por los Gobiernos de las partes contratantes, que serían los encargados de dirimir las contiendas, especialmente las que en su caso pudieran oponer a Gobiernos y empresas (generalmente multinacionales). La justificación de esta propuesta es la de aminorar el tiempo y los costes de litigio en bien de la fluidez del comercio, pero la renuncia a las jurisdicciones ordinarias en uno u otro Continente es un asunto que plantea dudas que van más allá de lo jurídico. Ha habido concesiones en cuanto a la competencia y el nombramiento de estos tribunales, pero la oposición permanece viva. Los argumentos en contra suelen ser los habituales relacionados con la pérdida de soberanía de los Estados, pero hay otros que reflejan el temor a que las grandes empresas multinacionales puedan hacer prevalecer sus intereses sobre los nacionales de los Estados con los que, en su caso, litiguen. Este temor es más importante en Europa que en Estados Unidos, tal vez porque el número de multinacionales europeas es menor que el de las norteamericanas, o porque su poder, real o imaginario, es mayor en este último caso.

Hay muchas otras cuestiones que provocan debate. Pero el fondo de la cuestión consiste en saber si el libre intercambio de mercancías y servicios es preferible a la protección y las barreras aduaneras o de otro tipo. La teoría y la Historia, se inclinan por la primera propuesta, pero es necesario reconocer la legitimidad del temor de las zonas en declive. Es difícil, en cualquier caso, deslindar las consecuencias del progreso técnico de las de la liberalización del comercio y hay que reconocer que los empleos que se pierden en muchas zonas industriales de los países avanzados no se ven compensados, en la mayoría de los casos, por la creación de nuevos empleos en las mismas zonas afectadas. La mejor manera de proteger a quienes se han visto perjudicados no es la de levantar barreras para protegerlos, como pretenden los populismos de derechas y de izquierdas, sino la de darles armas para que puedan desarrollar nuevas competencias que les permitan participar de nuevo, con garantías de éxito, en los flujos internacionales de comercio. En este terreno, los países nórdicos hace tiempo que nos marcan el camino a seguir.

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