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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Comercio con reglas o proteccionismo

El Tratado Canadá-UE, banco de prueba de las normas sociales más avanzadas

Xavier Vidal-Folch
De izquierda a derecha, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, y el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, suscriben el CETA.
De izquierda a derecha, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, y el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, suscriben el CETA.THIERRY MONASSE (AFP)

Después del Tratado Unión Europea-Canadá, ¿qué? De las reflexiones sobre el CETA (Comprehensive economic and trade agreement), las más valiosas subrayan los beneficios del libre comercio reglado —eso son los Tratados comerciales dignos de tal nombre— junto a la necesidad de mejorarlo; frente al mero proteccionismo (o espontáneo, o salvaje) generador de conflictos y guerras.

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Desde la política, el mandatario canadiense Justin Trudeau, un liberal antineoliberal, ha destacado sobre todo por ir a la ofensiva argumental, frente a los trémolos defensivos de otros. El tratado permitirá crear, enfatizó, “más empleos mejor pagados”, pues favorece la internacionalización. Ya se sabe que las exportadoras son las industrias que ofrecen mejores condiciones a sus trabajadores.

Y auguró que otros “futuros acuerdos” comerciales “se inspirarán en este”, pues no rebaja los estándares sociales o medioambientales de ambas legislaciones, y “reconoce el derecho” de los Gobiernos a defender su modelo social. Desde la bancada de los economistas progresistas, el CETA “debe ser ratificado” por los 28 Parlamentos, coincide Sebastian Dullien (Europe's trade policy: can a Phoenix rise from the ashes?, Social Europe, 20/10), aunque comprendiendo a los alterglobalizadores.

Dullien también propone que el tratado se erija como banco de prueba de otros, y de la labor negociadora de la Comisión, mediante “la promesa de evaluar sus efectos y potenciales problemas al cabo de cinco años”. Y recomienda a Bruselas que incluya a actores “como oenegés y representantes de la sociedad civil desde el inicio en el diseño de los mandatos y posiciones de los negociadores comerciales”, en vez de al final y con prisas.

Steven Hill añade que la nueva generación de tratados debe incorporar “algún tipo de código ético sobre el comportamiento de las corporaciones” (The wallonian mouse that roared, Social Europe, 31/10): reglas para regular los paraísos fiscales e impedir a las multinacionales usarlos para evadir impuestos.

En el lado contrario, el campeón cada vez más explícito de cierto neoproteccionismo, Dani Rodrik, que deslumbró en 2011 con La paradoja de la globalización (Antoni Bosch editor), se decanta por el simplismo. Hace un año consideraba que el gran problema de un tratado similar (incluso más polémico), el TTIP con los EE UU, radicaba en “la armonización regulatoria y en la (in)adecuación de un régimen ISDS” (Investor-State Dispute Settlement), de arbitraje privado para dirimir los litigios (The war of trade models, en su blog).

Y ahora que el CETA ha resuelto ambos problemas, garantizando la capacidad de los Estados de legislar sobre estándares sociales, y reemplazando el ISDS por un tribunal público permanente (el ICS, Investment Court System), al bueno de Rodrik solo se le ocurre lanzar jeremiadas sobre “la honestidad, la pérdida de control y de credibilidad de las élites”: lean su Walloon mouse (22/10) y verificarán la inconsistencia y la ausencia de datos y elementos tangibles de su discurso. Gaseoso.

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