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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El tótem de la competencia

La competencia es una hipótesis de laboratorio avalada en muy pocas ocasiones por los hechos

Con cierta periodicidad, el universo de los negocios asiste a una concentración empresarial de volumen galáctico que pone en entredicho la idea de competencia entre grupos y compañías. Véase a estos efectos la compra de Time Warner (lo que se suele llamar un gigante de las comunicaciones) por AT&T (lo que se suele entender por gigante de la telefonía) a cambio de 85.400 millones de dólares. Los catecismos de las escuelas de negocios, con su eterno exprimir de la teoría de juegos y beneficios, suele empezar por la distinción entre crecimiento empresarial orgánico y el conseguido mediante fusiones y adquisiciones. Pero, a efectos prácticos, lo que se trata de considerar es si la competencia empresarial es un criterio vigente para determinar la estructura empresarial en un ámbito determinado de negocios concurrentes y en la formación de los precios en los mercados o se ha convertido en una imagen verbal simbólica, sin valor de uso, como el zeppelín, la fiscalidad de los futbolistas, el otoño, la primavera y, dentro de poco, el invierno. A riesgo de adelantar las conclusiones, es muy dudoso que hoy exista en España alguna preocupación institucional por la estructura de cualquier mercado; y el caso AT&T-Time Warner nos dirá cuál es el grado de sensibilidad real sobre este punto en Estados Unidos.

La competencia es una hipótesis de laboratorio avalada en muy pocas ocasiones por los hechos. Ni en su nacimiento ni en su desarrollo interviene en el desarrollo o la muerte de las empresas. En primer lugar, porque el término es equívoco. Si una empresa sobrevive y otra desaparece puede ser porque las condiciones de calidad y precio de la primera sean superiores o simplemente por otras causas más reales y menos asépticas que no es necesario detallar aquí. Ahí está, entre otros, el libro Lobos capitalistas de Alberto Lafuente para ilustrarlo. Si por competencia se entiende una carrera continua para reducir costes y, por lo tanto precios, garantizar productos y mantener al mismo tiempo la calidad, estamos ante un ser mitológico, como el Wendigo lovecraftiano o el Hidebehind de Borges. Es un concepto construido por los economistas clásicos (la walrasiana miríada de ofertantes y demandantes), tomando como fundamento algunas observaciones de la realidad, para dotar de un celofán racional a la economía política derivada de la mano invisible.

Caben versiones moderadas del escepticismo sobre la competencia. Schumpeter, por ejemplo, explicó que en la vida económica “siempre hay algo de competencia, aunque casi nunca es perfecta”. Existe, pero es un factor secundario. Cuando se desciende desde el rascacielos teórico al suelo de la realidad, resulta que las empresas actúan como si su tendencia evolutiva nacional fuese la concentración y el dominio; los hechos demuestran que para cualquier compañía ese es un principio de orden superior al de la competencia. El impulso teleológico es controlar el mercado propio (en el caso de AT&T la telefonía) y el adyacente (comunicación, espectáculos). Lo que está sobre el tapete es la capacidad de los Estados (en su vertiente nacional o supracional) para interponer argumentos y decisiones en esa tendencia geológica. Demos por supuesto que algunos países tienen más cuidado con la imagen de competencia empresarial que otros, como es lógico. Pero puesto a que a los Gobiernos les gusta (lo confiesen o no) contar con campeones nacionales, que dan lustre al país y además permiten multiplicar la presencia política en el exterior, la hipótesis más probable es que la competencia sea hoy un tótem retórico, que sólo se hace real, y no siempre, en mercados tan concretos como la Bolsa o cuando hay que esgrimirlo en una guerra económica continental (Europa-EE UU, por ejemplo).

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