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Tribuna
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Lo que nos espera

Ojalá en la campaña electoral se hable del futuro de forma seria y verosímil

José Luis Leal
Rafael Ricoy

Los cinco meses transcurridos desde la celebración de las últimas elecciones generales hasta la convocatoria de unas nuevas han sido al parecer neutros por lo que se refiere a la actividad económica. Al menos eso es lo que se deduce de los indicadores de coyuntura y de la Contabilidad Nacional correspondiente a los primeros meses del año. Aún así, es bastante probable que lo ocurrido, la incapacidad de la llamada clase política para llegar a acuerdos de gobierno, termine por pasar factura en el ámbito de las expectativas. Y estas son uno de los determinantes esenciales tanto del gasto de las familias como de la inversión.

Al gobierno que se constituya después de las nuevas elecciones del 26 de junio, si es que se constituye, le espera una ardua tarea en lo referente a la política económica. A corto plazo tendrá que ajustar el déficit público a las insistentes demandas de la Comisión Europea, deberá vigilar la marcha de la balanza por cuenta corriente y, sobre todo, tendrá que asegurar el crecimiento del empleo dentro de los parámetros de estabilidad fijados por nuestra pertenencia a la Unión Monetaria. A más largo plazo, tendrá que enfrentarse con el problema de las pensiones y con el más general de la naturaleza del crecimiento económico, lo que inmediatamente conduce al problema de la educación, especialmente la secundaria y la formación profesional.

Comencemos por lo más urgente: hay que reducir el déficit público y lo que hemos visto y oído en los últimos meses no da pie para el optimismo. Hemos sido testigos de como algunos dirigentes autonómicos proclamaban su disposición a romper la disciplina presupuestaria impuesta por el gobierno. "queremos que se nos autorice un déficit mayor que el propuesto" vienen a decir y algunos se mostraron dispuestos a acudir nada menos que al Tribunal Supremo para conseguir sus propósitos. Habría que preguntar cuál es la imperiosa razón para insistir tanto en que nuestros hijos paguen nuestras deudas, pues de eso es de lo que se trata. Estamos en un sistema en el que las deudas se pagan, por lo que conviene recordar que la deuda pública supera ya el cien por cien del PIB. Si nos endeudamos aún más, como tantos pretenden, tendrán que pagarlo las generaciones venideras. Todos sabemos que es mucho más fácil gestionar recursos abundantes que recursos escasos pero un buen administrador es precisamente aquel que con poco es capaz de hacer mucho.

Desgraciadamente no parece que vayamos por ese camino. La campaña electoral es un buen momento para despejar este tipo de dudas ya que lo que hemos oído hasta ahora no ha aclarado casi nada. Se pueden subir los impuestos (la última bajada fue un error), pero habrá que decidir cuáles se suben y quién los va a pagar: el eterno recurso al "que paguen los ricos" puede ser muy popular (más bien populista) pero tiene poco recorrido. Los "ricos" pueden contribuir más, pero si de verdad se quiere financiar el aumento del gasto que tantos proponen tendrán que pagar no solo los ricos, sino también la clase media e incluso los pobres. Es por ello necesario que quienes propongan un aumento del gasto lo cifren correctamente y luego digan quién lo pagará. Algunos han propuesto programas mágicos sin coste, pero a estas alturas no resulta creíble desenterrar el "gratis total" de otras épocas.

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A todo lo cual hay que añadir que una gran mayoría de estudios sobre esta cuestión concluye que desde el punto de vista económico es preferible reducir los gastos que subir los impuestos, pero habrá que resignarse: en una campaña electoral, por modesta y barata que sea, muy pocos se atreven a ir más allá de reducciones simbólicas con escasa o nula incidencia en los gastos reales. Somos un país con un elevado endeudamiento, (público y privado), con gran diferencia el más endeudado de los grandes países avanzados. En algún momento los responsables políticos deberán explicar a los ciudadanos lo que puede ocurrir si, como antes o después sucederá, los tipos de interés suben: ningún responsable que mire seriamente hacia el futuro y se preocupe de proteger a los españoles de los riesgos y vaivenes de un mundo cambiante, puede ignorar esta cuestión. Y si de verdad se deciden a afrontarla, tendrán que explicar con claridad cómo piensan hacerlo.

Todo esto tiene que ver con nuestras relaciones con el exterior. Es esencial, desde esta perspectiva, vigilar lo que suceda con la balanza por cuenta corriente de la economía. Puesto que hemos importado grandes cantidades de ahorro, ahora toca devolverlo, es decir, registrar un excedente por cuenta corriente, lo que a su vez implica el mantenimiento de un alto nivel de exportaciones. Hemos avanzado en esta dirección, pero aún queda mucho por hacer especialmente ahora que los precios del petróleo comienzan a recuperarse. Si no invertimos más en investigación (nuestros gastos en I+D son los más bajos de los grandes países industrializados) y en educación, perderemos la batalla del endeudamiento y, de nuevo, pagarán nuestros hijos. Hay que encontrar un equilibrio entre los sacrificios de hoy y el bienestar de mañana. Basta imaginar lo que podríamos hacer hoy si la carga de la deuda (pública y privada) se redujera a la mitad o, alternativamente, lo que no podremos hacer mañana si la carga se duplica.

Por último, aunque sea el primer problema, habrá que hablar del empleo y de su correlativo: las pensiones. Si el empleo no crece no se podrán financiar las pensiones. Ha sido una buena idea enviar esta cuestión al Pacto de Toledo para alejarla del debate político del día a día, pero ello no quiere decir que no se plantee. Se ha recorrido un trecho del camino que lleva al equilibrio entre los ingresos y las prestaciones, pero solo un trecho. Y lo que queda por delante es sustancial. Dejémoslo pues para el Pacto de Toledo, que deberá convocar cuanto antes el próximo gobierno. Pero hay otras cosas que sí deben entrar en el debate político y que de hecho están en él, como la reforma laboral, por ejemplo. Sería un error que pagaríamos muy caro el derogarla, como algunos pretenden, aunque ello no quiera decir que no haya que retocar algunos de sus aspectos. La precariedad del empleo que se crea debe ser abordada con decisión.

La solución no está en obligar a las empresas (y a la Administración) a proponer contratos indefinidos, sino en reducir al máximo el número de contratos que nuestro sistema legal propone y entablar una negociación seria con los agentes sociales para que cada cual asuma su responsabilidad en este terreno advirtiendo, como es lógico, que si no se llega a acuerdos tendrá que ser el Gobierno quien tenga la última palabra. La precariedad es la enemiga natural de la formación y. como consecuencia, del aumento del valor añadido de nuestra producción. El interés de todos, Administración, empresarios y trabajadores, es encontrar un punto de encuentro razonable que permita avanzar con decisión en este ámbito. Tenemos bazas importantes para atraer inversiones: una posición geoestratégica interesante, buenas infraestructuras, buena logística y algunas otras más. La Administración y las empresas deberían ponerse de acuerdo para hacerlas valer.

Es posible que en lo que queda de campaña preelectoral y en la electoral propiamente dicha se hable con seriedad de estas cosas, que surjan propuestas verosímiles, que se hable del futuro y del legado que queremos dejar a nuestros hijos. Aunque no quepa hacerse muchas ilusiones, siempre podemos esperar que así sea.

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