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La música digital sube el volumen

La industria fía su futuro al consumo ‘online’ y a las actuaciones en directo

Miguel Ángel García Vega
LUIS TINOCO

El mayor éxito de la industria musical esta temporada se titula el “descontento”. Suena día y noche en todas las emisoras del planeta. Lo hace sobre los antiguos surcos de vinilo y también en los nuevos soportes electrónicos. Porque el tránsito de un negocio físico a otro digital está resultando un calvario para el sector. La fractura entre la parte fabril (discográficas) y la creativa (artistas) se siente tan profunda que ni siquiera consigue aliviarla las esperanzadoras cifras de 2015. La brecha, claro, surge por el repertorio del dinero.

La Federación Internacional de la Industria Discográfica (IFPI, por sus siglas inglesas) lleva semanas transmitiendo que el sector sumó el año pasado los mejores números desde comienzos de siglo. Fue capaz de ingresar 15.000 millones de dólares (13.260 millones de euros), un 3,2% más que en 2014. Una alegría que crece hasta los 45.000 millones de dólares al añadir la música en directo.

La industria discográfica mundial facturó 15.000 millones de dólares en 2015, un 3,2% más que un año antes

Pero la esperanza es un sonido caprichoso y, sobre todo, digital. Esto explica que la irrupción del streaming (consumo online) haya sostenido en buen parte esas cifras. Tanto es así que la caja procedente de ese canal subió el 45,2% durante 2015 aportando 2.890 millones de dólares (2.560 millones de euros). Además, en una época en la que se impone la cultura gratuita, unos 68 millones de usuarios en el mundo ya pagan por servicios premium (abono de una cuota mensual) a plataformas como Apple Music, Deezer o Spotify. Sin embargo, el streaming no devolverá a la música sus días de gloria. Y tampoco la resarcirá de dejarse más de un tercio del negocio desde 2000. “Esa pérdida jamás se recuperará”, reconoce Antonio Guisasola, presidente de Promusicae, la patronal discográfica española.

Servicios de 'streaming'

Sin duda la música parte desde la derrota y también desde la frustración que produce el reparto de los ingresos digitales. Los servicios en streaming se han convertido en una fuente esencial de ganancias y los artistas se quejan de que reciben migajas. “Es el mayor problema que afrontan intérpretes y discográficas. El consumo de música aumenta por todas partes pero este enorme crecimiento en volumen no se traslada a una remuneración justa para creadores y productores”, comenta un portavoz de la IFPI.

Además, la opacidad del sector añade gasolina al fuego. Las tres grandes multinacionales (Warner, Universal, Sony) han firmado con las plataformas acuerdos secretos (en la jerga legal, nondisclosure agreements) que impiden saber cómo se reparte el dinero recaudado. “A largo plazo esta falta de transparencia es mala para el negocio, mala para los músicos y mala para los aficionados. Genera un clima de desconfianza y sospecha entre los distintos actores de la industria y deja a los fans sin saber cómo apoyar a los artistas que les gustan”, reflexiona Kevin Erickson, miembro de Future of Music, una organización sin ánimo de lucro que reivindica una distribución justa de los ingresos.

Poco importa, esa bruma se mantiene oscura. David Byrne, exlíder del grupo Talking Heads, intentó iluminar ese vínculo y averiguó que el 70% de lo que los suscriptores pagan a Spotify revierte en el propietario de la grabación. El negocio resulta tan exiguo para los artistas que Rethink Music —un think tank de la Universidad de Berklee, la institución musical privada más prestigiosa del mundo— estima que reciben solo 68 centavos de dólar (0,60 euros) por una suscripción mensual en streaming de 9,99 dólares (8,77 euros). Esa cantidad hiere aún más si se recuerda que durante 2011 se filtró un contrato entre Sony y Spotify por el que la plataforma acordaba pagar a la multinacional unos 40 millones de dólares (35 millones de euros) en adelantos durante tres años. Estas cantidades desde luego eluden a los creadores. Y estos se quejan. “La situación de los derechos de los artistas en el entorno digital es lamentable y se convertirá en catastrófica en un futuro muy próximo si no se toman las medidas adecuadas”, advierte Luis Cobos, presidente de la sociedad de gestión de Artistas Intérpretes o Ejecutantes (AIE).

¿Cómo contratar a Bruce Springsteen?

Roberto Álvarez es letrista de Bruce Springsteen, U2 y los Rolling Stones. Un letrista, eso sí, distinto. Nunca los ha visto. Al menos en el despacho que este abogado tiene en la sede madrileña del bufete Cuatrecasas. En cambio conoce muy bien a la pléyade de expertos que los representan y con los que durante años se ha sentado a discutir —y escribir— cláusulas, acuerdos y disposiciones de sus conciertos en España. Un ejercicio de renuncia porque “la capacidad del promotor musical, por ejemplo, para incorporar sus exigencias en el texto es mínima”, observa Roberto Álvarez. Y tanto. Los contratos se negocian en cifras netas (para evitar hacer uno distinto según la tributación de cada país), los artistas cobran independientemente de que el concierto se celebre o no (salvo causas que les sean imputables) y disfrutan de libertad absoluta para elegir el repertorio. Como mucho, la promotora o la administración pública pueden exigir una duración mínima del recital o un número determinado de canciones. Poco más. Los grandes llegan con todo atado y bien atado. Desde los carteles promocionales a la duración de la pirotecnia. Y en principio resulta imposible grabar el recital. Solo los 15 o 20 segundos acordados por las televisiones. A partir de esta relación a la contra, “los promotores tratan de asegurarse cierta exclusividad: el único concierto en España o, pongamos por caso, en el norte del país”, relata el abogado.

En este territorio complejo, fichar a Bruce Springsteen requiere de tres contratos distintos de 40 páginas. Uno para la producción del concierto (tamaño del escenario, seguridad); otro dirigido a la prestación artística (Madrid, por ejemplo, se compromete a contratar al músico) y un tercero firmado con la sociedad dueña de los derechos intelectuales y de imagen del músico. Y aunque nunca aparecerá la firma del Boss —sino de las empresas que lo representan— al final harán falta al menos 120 folios y 100 horas de despacho para que en Madrid, Barcelona o San Sebastián suene The River.

En este espacio del desencanto, quien puede le planta cara a las plataformas. Lo hizo Taylor Swift en 2015 con Apple Music. La cantante amagó con retirar su disco 1989 de la red musical cuando la firma de Cupertino anunció que regalaba a sus usuarios tres meses de suscripción y que durante ese tiempo no iba a pagar derechos ni a los músicos ni a las discográficas. Tras la espantada de Swift, Apple reaccionó y cambió la estrategia. Sin embargo el problema sigue ahí: dar prestaciones gratis y luego cobrar por ellas. Este modelo —denominado freemium— es en el que confían muchas plataformas. “Antes de ofrecer el servicio premium creemos que los usuarios deben probarlo gratuitamente. Si les obligásemos a suscribirse demasiado pronto sería poco eficiente”, observa Pablo Skaf, responsable de operaciones de Deezer en España.

La iniciativa de Jay Z

El rapero Jay Z pensó justo lo contrario cuando pagó unos 49 millones de euros el año pasado por Tidal. Una plataforma que promete un reparto equitativo de las regalías y que no contiene servicios gratuitos. Pese a las dudas sobre su viabilidad económica quiere ser la versión justa de un negocio injusto para los músicos. De hecho es el único canal en streaming donde suena Prince. Porque ya avisaba el genio de Minneapolis: “Si no posees tus masters, tus masters te posen a ti”. Sin embargo alcanzar la independencia es el lujo de unos pocos. “Es un sector estanco y resulta muy complicado autoproducirse. Sobre todo si no eres un nombre reconocido”, matiza Álvaro Bourkaib, abogado especialista en esta industria del despacho Uría Menéndez. Nadie lo pone fácil, y no ayudan ni la música online ni las palabras escritas. “Negociar con las discográficas es complicado porque sus modelos de contratos están muy asentados”, previene Antonio Muñoz Vico, experto del bufete Garrigues.

Sometidos a esas limitaciones, el único segmento capaz de generar caja con fuerza, como hemos visto, es el streaming. Los analistas del banco Credit Suisse prevén que durante 2020 este canal ingresará 11.200 millones de euros. Una cifra que sería inexplicable sin el crecimiento de los teléfonos inteligentes y el auge de los sistemas inalámbricos de audio en muchos hogares. El retrato de un público nuevo y muy tecnológico. “Quienes poseen altavoces inalámbricos están dos veces y media más dispuestos a pagar por música en streaming que la población normal”, detalla David Sidebottom, analista principal de la consultora Futuresource.

El consumo 'on line' o 'streaming' es lo que está sosteniendo a la industria

Muy bien. Más canales, más canciones, más audiencia; más mercado. ¿Pero dónde está el dinero? A veces repartido entre su propia complejidad. Por ejemplo, los ingresos de la canción Baby Boy interpretada por Beyoncé y Sean Paul se distribuyen entre 16 personas físicas y jurídicas. Y eso que no es un prodigio ni de lo musical ni de lo literario: “Chico, estás en mi cabeza / Llenas mis fantasías / Pienso en ti todo el tiempo / Te veo en mis sueños”, canta la diva pop. Da igual. Arrastra 55 millones de reproducciones en YouTube.

Porque el canal de vídeos de Google forma parte de la solución y del problema. Peter Mensch, manager de Metallica, dispara a quemarropa contra YouTube. “Es el diablo. No nos pagan nada”, se quejaba en una reciente entrevista en la BBC. Bueno, no es así; pagan, pero poco. Jimmy Iovine, director de Apple Music, explicó en octubre pasado que YouTube era responsable del 40% de todo el consumo musical pero sólo generaba el 4% de los ingresos de la industria. Mientras, al fondo, Facebook no escucha a nadie. La red social cada vez tiene más poder como distribuidor de vídeos pero continúa sin pagar.

Esa es una brecha en la que nadie quiere caer. El canal ha lanzado su propia web de pago en Estados Unidos: YouTube Red. Convertido el dinero en un imperativo kantiano, a la plataforma se le reprocha ser un coladero de contenido ilegal. ¿Podría hacer más por evitarlo? “YouTube tiene un sistema de identificación del usuario muy sofisticado que puede utilizar para rechazar contenido que se haya subido sin el permiso del artista. Al igual que bloquea la pornografía”, indica Jonathan Taplin, director del Laboratorio de Innovación Annenberg de la Universidad del Sur de California (USC). Sin embargo la compañía está blindada en Estados Unidos por la Digital Millennium Copyright Act (DMCA), que otorga al portal la condición de puerto franco y le exime de responsabilidad frente a cualquier contenido ilícito.

YouTube es el responsable del 40% de todo el consumo musical, pero sólo genera el 4% de los ingresos de la industria

La amenaza de la piratería

Otro derrota más procede de la piratería. Para algunos un intento de demolición de la industria desde dentro. Precisamente ese hundimiento es el que relata el periodista Stephen Witt en Cómo dejamos de pagar la música (Editorial Contra), que se acaba de publicar en España. Un texto redactado con la vibración de una novela negra que describe cómo se inventó el formato MP3, un estándar de audio comprimido y fácil de compartir, y cómo una sola persona, Dell Glover, un empleado de la planta que PolyGram tenía en Kings Mountain (Carolina del Sur), filtró durante una década el contenido de 20.000 discos compactos antes de su lanzamiento oficial. La impunidad con la que actuó este “paciente cero” de la piratería en Internet revela mucho de la permisiva sociedad de aquél tiempo. “Hoy la piratería está en declive, pero la industria sigue estancada”, analiza Stephen Witt. Y añade: “El verdadero culpable es la desagregación del single de éxito del álbum. Desde que el consumidor tiene la posibilidad de comprar canciones a la carta, la rentabilidad del sector está mutilada”.

Esta revolucionaria capacidad de selección se explica porque la música se ha convertido en un negocio digital. La duda es si los artistas podrán seguir viviendo de ella. “Mis estudiantes buscan de manera activa formas distintas de vivir de la música. Pues la mayoría piensa en las discográficas como un último recurso, y si lees uno de sus contratos estándar resulta difícil poner algún pero a ese razonamiento”, relata Mike Errico, intérprete y profesor en el Clive Davis Institute of Record Music de la Universidad de Nueva York.

Esas voces y esos ámbitos diferentes llegan, como un eco aplazado, a la música española. Por ahora el consumo digital está igualando al físico. Pero a partir de este año, lo inmaterial debería acumular más peso. Los números de 2015 de la IFPI hablan de unos ingresos por descargas y streaming de 67,6 millones de euros mientras las ventas de discos (tanto en compact disc como en vinilo) alcanzan los 66,3 millones. Sobre esta contabilidad, el reparto transcurre entre los surcos del mercado físico (37%), el espacio digital (38%), las televisiones y radios (24%) y la parte minoritaria (1%) de las sincronizaciones (fonogramas en películas y anuncios). Con todo, la fotografía general de la música grabada deja una canción de 161,5 millones de euros. Desde luego a años de luz de los 605 millones de 2001 y, además, con la rémora de estar cegada por sus propias carencias. “Es un sector construido por francotiradores”, critica David Jiménez-Zumalacárregui, director de la promotora Heart of Gold. “No hace falta ningún tipo de formación concreta”, se lamenta. Porque este licenciado en Publicidad que lleva 25 años organizando conciertos sabe que trabaja en un negocio que boxea a la contra. Algo que también siente Carlos Mariño, manager de Kiko Veneno, Enemigos y Lori Meyers, quien reconoce que el suyo es un oficio “difícil” refugiado en algunas Arcadias. “El directo es el último reducto de ingresos del artista después de que, con prácticas abusivas, le hayan despojado de casi todos los demás”, admite Sabino Méndez, alma mater de Loquillo y los Trogloditas.

La música en vivo manejó el año pasado en España 194,6 millones de euros

Pues bien, ese espacio aún esperanzador que es la música en vivo manejó el año pasado en España 194,6 millones de euros. Una cantidad que en la aritmética supone un 12,1% más frente a 2014 y en lo psicológico representa alcanzar números similares a los de 2011, antes de que el IVA escalara al 21%. Esta alegría se justifica por “la recuperación de grandes giras internacionales [AC/DC, U2, Madonna], sobre todo en estadios y a un precio alto, junto a la consolidación de los festivales”, describe una nota de la Asociación de Promotores Musicales (APM). Aunque también asoma el riesgo de morir de éxito. “Es un buen momento para estos certámenes pero estamos a punto de matar la gallina de los huevos de oro. No puede haber uno en cada ciudad y encima clónicos: con idéntico cartel”, alerta Javier Ajenjo, director del festival Sonorama Ribera. Y como en la música todo son notas entrelazadas, la inflación de festivales está orillando hacia la economía de subsistencia a las salas de conciertos. Un motor pequeño pero que aportaba su melodía a los 5.058 millones de euros que la música —sumando impacto directo e indirecto— generó en 2012. El 0,49% de la riqueza del país.

Inmersos en un sector que sufre una reputación dolorida es conveniente reivindicar el valor de las discográficas, que se han instalado en el imaginario social como un lastre entre el talento y el dinero. Una industria de contratos leoninos, atada a los artistas del mainstream y sorda al genio de lo minoritario. Algo injusto. Las disqueras invierten al año —según la IFPI— en la promoción de artistas y su repertorio unos 3.800 millones de euros, el 27% de todos los ingresos del sector. Y afrontan unos gastos elevados. Lanzar a un artista pop le cuesta a una multinacional entre 440.000 y 1.760.000 euros. Números de un negocio en busca de autor cuyo futuro será digital o no será. “Dentro de poco es posible que tengamos toda la música de la historia en nuestro móvil y solo paguemos por acceder a las novedades”, vaticina Francesc Carreras, profesor de Esade. Vendrán, entonces, tiempos alentados por la realidad virtual, el streaming, la gestión online de los derechos y el big data. Un sonido nuevo con el que averiguaremos si la música sigue deslizándose hacia la irrelevancia social o si de verdad aún puede cambiar el mundo.

Pino Sagliocco: “Los conciertos son clave para la industria” 

Pino Sagliocco (Carinaro, Italia, 1959) representa en la promoción musical española algo similar a lo que significó Carmen Balcells para su literatura. Es verdad que no descubrió a Freddie Mercury, Michael Jackson, Madonna o Mike Jagger. Pero los trajo a España cuando sus nombres sonaban tan míticos y tan lejanos como Macondo. Tras cuadro décadas de oficio, es uno de los principales promotores de Europa y desde 2006 opera con Live Nation. Un coloso del entretenimiento que cotiza —como Live Nation Entertainment— en el neoyorquino mercado del Nasdaq y que vende, a través de su distribuidor de entradas Ticketmaster, toneladas de espectáculos. Algunos, Rock in Rio, Barcelona Beach Festival o Hard Rock Rising, están entre los más sonados.

Pregunta. ¿Por qué la industria musical es tan opaca?
Respuesta. En este sector he visto muy poca oscuridad. Y llevo en él 40 años.
P. Me refiero a saber lo que cobra un artista de una discográfica o lo que recibe, por ejemplo, de las reproducciones en streaming (escuchar música a través de Internet sin necesidad de descargarla).
R. No aireamos los cachés porque tampoco le interesan a nadie. Al igual que en su periódico. Se conocen las cuentas globales pero no lo que cobra usted como periodista.
P. En un tiempo en el que se imponen el streaming y las descargas, ¿cree usted que los conciertos seguirán teniendo relevancia?
R. Es la luz al final del túnel para las discográficas. Los conciertos en directo son ahora más sólidos que nunca. Jamás se habían visto tantos. Se han convertido en la pata más importante, la parte clave de la industria y de sus ganancias.
P. ¿Un IVA del 21% dificulta traer músicos a España?
R. Sea cual sea el IVA, los artistas siguen cobrando sus cachés, y si a eso le añades el 21% entonces se encarecen muchísimo los tiques. Al final el perjudicado es el consumidor.
P. ¿El estallido de la música digital ha encarecido esos cachés?
R. Yo creo que ha contribuido a una mayor difusión y ha conseguido ampliar mucho más el público. Antes para llegar a tanta gente tenías unas vías de promoción que eran la radio, la prensa y la televisión. No había más. Ahora el soporte online lo multiplica todo. Este boom supone llegar a más audiencia y más rápidamente. La industria ha crecido de una manera increíble.
P. Pero este espacio digital genera muchos problemas. Taylor Swift, por ejemplo, amagaba con retirar su álbum de estudio 1989 de Apple Music porque, a su juicio, la retribución era injusta.
R. Estamos en lo de siempre. Todo el mundo tiene derecho a reclamar lo que cree que le corresponde. Antes era más sencillo cuantificar todo esto. Hacías un directo, una televisión y cada uno pagaba a los autores la parte correspondiente. Hoy en día están buscando el camino de comunicarse con el consumidor y orientar su negocio.
P. El cantautor estadounidense Mike Errico se queja de que muchos artistas para suplir la caída de sus ingresos se embarcan en giras extenuantes poniendo en riesgo su salud. Sam Smith, Black Keys, Axl Rose; el líder de los Foo Fighters… Todos han sufrido accidentes.
R. Es lo contrario. Se cuidan más que nunca, tienen entrenadores personales, una dieta específica. Nunca hubieras pensado que un Mike Jagger de 71 años estuviera trotando en un escenario. El rock de los sesenta y setenta era mucho más destroyer. Ahora el riesgo es bastante menor.

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Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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