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La generación de la precariedad

Paro, salarios bajos, pensiones públicas menguantes: los jóvenes persiguen su futuro en un mundo desarrollado que generación tras generación reduce su nivel de vida

Miguel Ángel García Vega
España soporta los peores registros de paro juvenil de la OCDE.
España soporta los peores registros de paro juvenil de la OCDE. Samuel Sánchez

En los años noventa del siglo pasado un semidesconocido profesor de economía llamado Paul Krugman publicó uno de sus primeros libros con el bello y premonitorio título de The Age of Diminished Expectations (La era de las expectativas menguantes). Hoy esa época llama a la puerta y plantea una pregunta que retumba como una amenaza: ¿vivirán los hijos peor que sus padres? Porque la principal promesa de este tiempo era que podrían tenerlo todo. Lo imprescindible y lo banal. Sin embargo la Gran Recesión ha pulverizado esa quimera a medio camino entre la Arcadia y la pesadilla, y miles de jóvenes españoles y europeos sienten que su porvenir amanece bastante más incierto que el de sus progenitores.

España, tristemente, ha hormigonado los cimientos de esa incertidumbre. En los últimos 35 años soporta una tasa de paro estructural del 15,5%. Un dato inaceptable que avergüenza frente al 6% europeo. Y junto al desempleo, la precariedad y los bajos salarios. Entre 2000 y 2007 la tasa de temporalidad laboral fue del 32,5%, muy lejos del 15% de la eurozona. Por si fuera poco, las nóminas, en términos reales, cayeron el 30%. Desde luego las consecuencias de los números se sienten en la vida de las personas. Más de 10 millones de españoles —según la Fundación Alternativas— viven con una renta que los empuja por debajo del umbral de la pobreza (el 60% del ingreso mediano del país). O sea, menos de 8.000 euros al año en un hogar unipersonal.

Sometidos a ese espacio de fragilidad, los jóvenes españoles sufren. Aunque es un dolor compartido. Debido a la profundidad de la crisis, el pesimismo acampa en el mundo occidental. Bastantes economistas (entre ellos Krugman y el ex secretario del Tesoro estadounidense Larry Summers) interpretan los bajísimos tipos de interés actuales como una evidencia de que las naciones desarrolladas viven un “estancamiento secular”. Una idea que planteó por primera vez tras la Gran Depresión el economista Alvin Hansen, pero que hoy, antes que a Estados Unidos, amenaza sobre todo a Europa y a Japón. En los tres últimos años el crecimiento económico real en la eurozona apenas ha rondado el 1,5% y el país asiático lleva dos décadas porfiando contra la deflación.

Horizontes borrosos

En este horizonte de incertidumbres las expectativas para todos parecen cada vez más pequeñas y las previsiones apuntan sombras. Jordi Gual, economista jefe de CaixaBank, ha constatado que los jóvenes que se incorporaron hace poco al mercado de trabajo solo verán que se multiplica por 1,5 el nivel de vida del país durante sus años activos. En comparación, otras generaciones lo tuvieron bastante mejor. Quienes empezaron a trabajar en 1960 y se jubilaron durante 2005 multiplicaron por 5,9 esa prosperidad y los que lo hicieron entre 1980 y 2025 disfrutarán de un 2,2. Es cierto que ese crecimiento partía de niveles más bajos, pero también que generación tras generación España pierde nivel de vida. “Pese a todo, de media, la generación de mis hijos vivirá mejor que la de sus padres. No tengo ninguna duda”, augura Gual.

Los jóvenes que se incorporaron hace poco al trabajo verán que su nivel de vida se multiplica solo por 1,5

Sin embargo, este optimismo aritmético se difumina porque quizá nada hay tan subjetivo en la existencia como la definición de nivel de vida. ¿Salud, ingresos, familia? Da igual. La “gente percibe que vive rodeada de inseguridad y la economía vuelve a ser una amenaza y no una promesa de prosperidad”, relata Emilio Ontiveros, responsable de Analistas Financieros Internacionales (AFI). El tiempo corre y este economista recurre al manual keynesiano y reclama la urgencia del plan Juncker. Una propuesta de 315.000 millones de euros entre 2015 y 2020 (que lleva el nombre del presidente la Comisión Europea) destinada a que Europa juegue en la primera división de la tecnología mundial. “Necesitamos ese plan de estímulos”, puntualiza Ontiveros, “no solo para impulsar la economía, sino para crear una mayor estabilidad social. Los españoles, los franceses, los griegos… están muy insatisfechos con su nivel de vida. Hay que romper esa sensación de interinidad que impregna las decisiones básicas de las familias”.

Desde luego resulta imposible desprenderse de ese sentimiento de precariedad sí, como intuye Carlos Martín, director del Gabinete Económico de Comisiones Obreras (CC OO), “nos movemos hacia un empleo cada vez peor remunerado. Un espacio donde la brecha entre productividad y salarios lleva ampliándose desde 2012 debido a la reforma laboral del Gobierno. No estoy diciendo que se haya perdido toda una generación, pero una parte de estos jóvenes tendrá un nivel de vida inferior al de sus padres”.

Sin citarla, el experto deja entrever otra fractura. Tal vez la más grave y la que incendia este fenómeno de las expectativas menguantes. La inequidad. O sea, la desigualdad de rentas y oportunidades. Años de crisis económica y globalización han dejado ganadores y perdedores. Entre los beneficiados encontramos a viejos conocidos. “Las élites, las clases altas de Occidente así como las medias y bajas de los países en vías de desarrollo. En la otra orilla, los más pobres, los desheredados del planeta y las clases medias y bajas de occidente”, enumera Ángel Saz-Carranza, director de EsadeGeo. Sobre esta asimetría, economistas como Branko Milanovic o Thomas Piketty se han encargado de contabilizar la injusticia y alertar de los efectos. Aunque pocos con la desolada lucidez del multimillonario Warren Buffett, quien en 2011 escribió en The New York Times: “Mientras las clases medias y bajas luchan por nosotros en Afganistán, mientras los norteamericanos pelean por ganarse la vida, nosotros, los megarricos, continuamos teniendo exenciones fiscales extraordinarias”.

Los nacidos después de 1970 tienen peores perspectivas y de ellos han surgido muchos proyectos políticos o económicos alternativos

En un sistema que parece diseñado para que la prosperidad de unos se haga a costa de los otros, las clases medias viven su particular Waterloo. En una sociedad empobrecida, individualista y fragmentada, resulta impensable un bienestar equitativamente distribuido sin la capacidad de compra de esas clases. Pero si el poder adquisitivo es un estado de ánimo, el de muchos españoles transita por la depresión. La socióloga y expresidenta del CIS Belén Barreiro, a través de la consultora que preside, MyWord, ha cartografiado este sentimiento. Los datos que maneja —a partir de una encuesta a 2.500 personas— narran que un 60% de los ciudadanos cree que los jóvenes vivirán peor en el futuro que sus padres y un 30% piensa que hay más diferencias entre generaciones que entre clases sociales. “Existe una brecha generacional y los chicos nacidos después de los años setenta tienen peores condiciones de vida”, analiza Barreiro. “Sin embargo, no se resignan frente a esta vulnerabilidad. Han sabido organizar su vida de otra forma. Esto justifica, por ejemplo, el auge de la economía colaborativa”. Además tampoco claudican en los terrenos políticos. En vez de abstenerse crean partidos nuevos como Podemos o Ciudadanos.

Sin esa mirada distinta muchos jóvenes españoles correrían el peligro de renunciar al derecho de todo ser humano a mejorar. Algo parecido a la fábula de los altramuces, donde siempre hay alguien que lo pasa peor que uno. El parado frente a quien tiene empleo, quien tiene contrato a tiempo parcial frente al indefinido, quien gana 800 euros frente a quien ingresa 1.000, el mileurista frente al dosmileurista. Un razonamiento perverso que paraliza la vida.

El legado de la crisis

Esa parálisis deja su triste legado tanto en lo macroeconómico como en el día a día de la gente. En diciembre de 2011 el PP llegó al poder. Desde entonces el mercado laboral es aún más frágil. La tasa de temporalidad del empleo ha crecido hasta el 26,6%, el trabajo a tiempo parcial —una rareza en España antes de la reforma laboral de 2012— ha aumentado en cuatro años en unas 250.000 personas y las estadísticas contabilizan 150.000 puestos de trabajo temporales más. La fotografía deja 4.850.000 personas sin trabajo. Un 21,18% busca y no halla. Y, tristemente, ese porcentaje esconde a miles de jóvenes. De hecho, España (según datos de octubre) soporta los peores guarismos de paro juvenil (15 a 24 años) de la OCDE. El 48,8%.

Casi la mitad de los chicos que quieren trabajar no tienen dónde. Cómo contarles que vivirán mejor que sus padres. Además, por lógica, el desánimo lleva a la claudicación y de ahí al abandono. Y no solo en España. Muchas personas tras bastante tiempo buscando trabajo desisten. En la eurozona un 6,3% de la población inactiva reconoce que a pesar de que desearía trabajar, ya no busca ocupación. Los ingresos no son un aliciente. El año pasado el salario mínimo interprofesional español era de 9.080 euros anuales, solo unos 100 euros más que hace cinco años.

En un horizonte de desánimo, algunos economistas, como José Carlos Diez, advierten de que conducimos por el camino erróneo. “El Gobierno ha aplicado una estrategia de deflación salarial, el empleo que crea es precario y no ha tomado medidas para frenar la desigualdad”. Con todo lo que pensábamos que era sólido amenazando ruina, nos encaramos con una Europa muy distinta en la que “las sociedades serán cada vez más desiguales, más fragmentadas, más americanizadas [con el auge de las pensiones privadas] y con segmentos de la población que quedan atrás”, vaticina Roberto Ruiz-Scholtes, director de Estrategia de UBS. Es también la constatación de un Viejo Continente que pierde pujanza frente al imparable advenimiento de las economías emergentes y sus clases medias. El propio banco suizo en un reciente informe (House View-Years Ahead) retrata esta Europa menguante que llegará en 2050. Las causas las encuentra en la pérdida de más de 15 millones de habitantes (casi el censo de Holanda), el desplome de la población activa, el crecimiento de los mercados emergentes y la menor participación europea en el PIB mundial, que podría situarse por debajo del 10% dentro de 35 años. Incluso la rica y cerrada Suiza, cuya población activa se contraería un 25% en 2050, se enfrentará al dilema de elegir entre más inmigración o menor prosperidad.

El difícil escenario

Vamos hacia “un escenario con menor crecimiento potencial y más competencia al que, me temo, hay que acostumbrarse mientras encontramos entre todos la forma de cambiarlo a mejor”, afirma José Luis Martínez, economista jefe de Citi. Y junto a las incertidumbres económicas, el terrorismo, el aumento de la radicalidad política en casa e incluso la defensa común europea prenden como fósforos en una gasolinera. Ya lo avisó en octubre pasado Jean-Claude Juncker: “Si analizamos la política común de defensa en Europa, hasta un grupo de gallinas sería una unidad de combate más coordinada”.

Este desorden agrava nuestros retos y disminuye la fe en el futuro. “El problema de expectativas de los jóvenes reside en qué estrategia hay que plantear para reducir la brecha de empleo y productividad, que es de unos 20 puntos porcentuales, cada una de ellas, respecto a Estados Unidos. Igualar esta situación nos puede llevar varias décadas”, observa Rafael Doménech, economista jefe de Economías Desarrolladas de BBVA Research. Sus recetas recorren la lógica del discurso económico mayoritario de nuestro tiempo. Reducir una tasa estructural de paro “inaceptable”, aumentar la competitividad, eliminar cargas administrativas, incrementar la eficiencia del sector público y avanzar hacia una regulación sencilla, transparente y eficaz. “Con las políticas adecuadas” —incide el experto— “nuestros hijos vivirán mejor que nosotros”.

Desde luego, si la demografía es destino, ese final feliz ni se atisba. En España, Italia o Alemania un tercio de la población tendrá más de 65 años en 2050. Este cambio demográfico radical provoca una menor oferta de empleo, menos consumo y una menor necesidad de inversión. Lo que conduce a una reducción del tamaño de la economía y a problemas con los que desayunamos muchas mañanas. “Tendemos a una sociedad con un número creciente de personas viviendo de una pensión pública decreciente”, aventura Francisco Abad, socio director de la consultora aBest Innovación Social. Lo que genera asimetrías: “Los jubilados y prejubilados recientes están obteniendo unas rentas públicas altas si las comparamos con los bajos salarios de los jóvenes y esto produce descontento”, explica Roberto Ruiz-Scholtes.

Pero aventurar una correlación de esa naturaleza, que casi señala a los mayores como responsables de los problemas de los jóvenes, suena ingrato. La trampa radica en que durante la crisis se ha incrementado la competitividad bajando los salarios. Y por lo tanto también las cotizaciones a la Seguridad Social. Esto hipoteca el largo plazo. “Cuando los actuales trabajadores en activo disfruten de su pensión, en muchos casos la base reguladora sobre la que se calcula será menor debido a que las cotizaciones que se aportaron durante la recesión fueron más bajas por la caída de los salarios”, reflexiona Jaime Sol Espinosa de los Monteros, socio de KPMG Abogados. Contado de otra forma. “En 2014 por cada persona jubilada había 3,5 activas. Dentro de cincuenta años la proporción será de un jubilado por 1,3 activos. Con estos datos, el equilibrio no sale”, avisa Mercedes Sanz, director del Área de Seguro de la Fundación Mapfre.

Sin embargo lo que de verdad convierte en resbaladiza la pregunta de si nuestros hijos vivirán peor que sus padres es la derivada subjetiva. “El nivel de vida (longevidad, capacidad de compra, sanidad…) resulta más alto que hace 40 años, pero lo que ocurre es que la percepción de la linealidad del progreso bien repartido ya no es una sensación generalizada”, comenta Federico Steinberg, investigador principal de Economía del Real Instituto Elcano. Es aquí donde incide la semántica. “¿Qué es “peor “o ‘mejor?”, se cuestiona el filósofo Fernando Savater. “¿Disfrutarán de más o menos ingresos? ¿Más o menos polución? ¿Conocerán guerras (civiles y terrorismo) donde sus padres creyeron ver paz? Lo único seguro es que tendrán bastantes más cosas a su alcance, sin duda mucha más información (verdadera y falsa). Y no sé si esto es bueno o malo”. Pronto lo averiguaremos.

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Sobre la firma

Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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