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Columna
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Doblar la apuesta por las ideas de Bush

Es importante darse cuenta de que no ser Trump no lo convierte a uno en un moderado

Paul Krugman
El cantidato republicano a la presiencia, Ted Cruz, en un mitin en Texas.
El cantidato republicano a la presiencia, Ted Cruz, en un mitin en Texas. Adam Lau (AP)

Ciertamente, 2015 ha sido el año de Donald Trump, cuyo ascenso ha causado horror entre los republicanos canónicos y, admitámoslo, regocijo ‒—llamémoslo el “júbilo de Trump”—‒ entre numerosos demócratas. Aun así, en cierto modo el trumpismo ha beneficiado al Partido Republicano al desviar la atención de los expertos y de la prensa del brusco giro a la derecha que han dado hasta los candidatos republicanos convencionales, un giro cuyo radicalismo parecía inverosímil no hace mucho.

 Al fin y al cabo, se podría haber esperado que el desastre de la presidencia de George Bush, hijo (W) ‒no solo para el país, sino también para el Partido Republicano, que vio cómo los demócratas ocupaban la Casa Blanca y, además, ponían en práctica algunos de los puntos más importantes de su programa‒ incitase a reconsiderar en algo las políticas al estilo W. En cambio, lo que hemos presenciado ha sido un incremento de la apuesta, la firme decisión de tomar todo aquello que no funcionó entre 2001 y 2008 y repetirlo de forma más extrema.

Comencemos por el ejemplo más fácil de cuantificar: las rebajas de impuestos.

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Las grandes rebajas de impuestos para favorecer a los ricos fueron el sello distintivo del Gobierno de Bush. En aquel entonces se vendieron como un acto responsable desde el punto de vista fiscal, una cuestión de devolver parte del superávit presupuestario que Estados Unidos registraba cuando W tomó posesión de su cargo. (Alan Greenspan sostuvo infamemente que las reducciones de impuestos eran necesarias para evitar cancelar la deuda federal demasiado deprisa). Sin embargo, desde entonces las advertencias desmesuradas sobre los males de la deuda y el déficit se han convertido en un elemento habitual de la retórica republicana, y eso que hasta los conservadores admiten de vez en cuando que el aumento de la desigualdad es un problema.

Además, es más difícil que nunca sostener que las rebajas fiscales son la clave de la prosperidad. A estas alturas, el sector privado ha añadido más del doble de empleos con el presidente Obama que con Bush en el periodo correspondiente, que no incluyó la Gran Recesión.

Cabría pensar, por tanto, que los recortes fiscales al estilo Bush hubiesen perdido popularidad. El hecho, sin embargo, es que los candidatos convencionales como Marco Rubio y Jeb Bush proponen bajadas de impuestos mucho mayores que las que jamás aplicó W. Además, un análisis independiente de la propuesta de Jeb muestra que es más favorable a los ricos que cualquiera de las de su hermano.

¿Y qué hay de otras políticas económicas? Vista retrospectivamente, la determinación del Gobierno de Bush de desmantelar toda restricción a los bancos ‒—en un acto público, un alto cargo utilizó una motosierra para cortar montones de normativas—‒ parece decididamente mala. Pero los conservadores se han tragado el cuento ampliamente desprestigiado de que, de alguna manera, el Gobierno fue el causante de la Gran Recesión, y todos los candidatos republicanos han declarado su firme propósito de derogar la ley Dodd-Frank, el conjunto de normas más bien modesto que se impuso a raíz de la crisis financiera.

La única desviación real de la ideología económica de la era W ha tenido lugar en la política monetaria, y ha sido una desviación hacia el reino de la fantasía de la derecha. Es verdad que Ted Cruz es el único de los principales contendientes que reclama explícitamente la vuelta al patrón oro. Se podría decir que quiere crucificar a la humanidad en una cruz de oro. (Perdón). Pero mientras que la administración Bush defendió en su momento una “política monetaria agresiva” para combatir las recesiones, hoy la hostilidad hacia los esfuerzos de la Reserva Federal por ayudar a la economía constituye la ortodoxia del Partido Republicano, a pesar de que las advertencias de la derecha sobre la inflación inminente hayan errado una y otra vez.

Por último está la no menos importante política exterior. Se podría suponer que el asunto de la guerra de Irak, donde, desde luego, no se nos recibió con los brazos abiertos como a libertadores, y donde un dispendio enorme de sangre y riqueza dejó un Oriente Próximo menos estable que antes, habría suscitado cierta cautela acerca del empleo de la fuerza militar como primer recurso. Sin embargo, la pose del fanfarrón amigo de los bombardeos es más o menos universal entre los principales candidatos. Y no olvidemos que allá por la época en que Jeb Bush era considerado el favorito, reunió un equipo de política exterior dominado literalmente por los arquitectos del desastre de Irak.

La cuestión es que, si bien es posible que los contendientes convencionales tengan mejores modales que Trump o el ampliamente aborrecido Ted Cruz, cuando se llega al fondo queda claro que todos ellos son aterradoramente radicales, y que ninguno parece haber aprendido nada de las catástrofes del pasado.

¿Qué importancia tiene esto? En este momento la creencia generalizada, tal como reflejan los corredores y las casas de apuestas, indica que es probable, o más que probable, que los elegidos sean Trump o Cruz, en cuyo caso todo el mundo será consciente del extremismo del candidato. Pero todavía hay una posibilidad significativa de que los que intrusos flaqueen, y que alguno de los menos obvios, ‒probablemente Rubio,‒ acabe imponiéndose.

Y, si eso ocurre, será importante darse cuenta de que no ser Donald Trump no lo convierte a uno en un moderado, o ni siquiera en alguien medianamente razonable. Lo cierto es que en las primarias republicanas no hay moderados, y que, en apariencia, ser razonable es una característica que descalifica a cualquiera que aspire al visto bueno del partido.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía de 2008. © The New York Times Company, 2015

Traducción de News Clips.

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