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Columna
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Crecimiento turístico y moratorias

Sería oportuno no llegar a tener que regular de forma traumática los destinos turísticos

El Ayuntamiento de Barcelona ha aprobado una moratoria turística que ha puesto de manifiesto, por las reacciones desatadas, la complejidad de la gestión de los destinos turísticos. Los impactos económicos de las moratorias sobre alojamientos turísticos no han sido suficientemente estudiados, al menos no tanto como otras medidas alternativas como las ecotasas o los estándares de calidad.

Una moratoria es una regulación gubernamental que limita de forma temporal la expansión de la capacidad productiva de un sector, reduciendo automáticamente los niveles de competencia. De hecho, una moratoria no es más que el cierre de un mercado, y su principal efecto es crear y redistribuir rentas entre las empresas ya establecidas, al tiempo que excluye a potenciales entrantes. Por este motivo, se trata de un instrumento atractivo para corregir situaciones de sobrecapacidad de alojamiento, burbujas especulativas, y congestión ambiental en contextos de expansión de la planta turística. Sin embargo, también tiene efectos sobre la rentabilidad, la innovación y las expectativas que pueden poner en marcha nuevas estrategias que agraven los problemas que se quieren afrontar.

En el sector turístico, las moratorias han sido utilizadas para favorecer el rejuvenecimiento de en destinos maduros que presentan síntomas de deterioro y de obsolescencia de las infraestructuras públicas y privadas. Estas situaciones, que aparecen frecuentemente en destinos consolidados de sol y playa, suponen una pérdida gradual de atractivo, lo que induce a la deslocalización de empresas e inversión hacia otras zonas sin que existan incentivos para la inversión en renovación del destino que se abandona. Esta colonización progresiva, que dilapida el territorio y otros recursos, es lo que en un reciente trabajo de investigación hemos denominado dinámica de tierra quemada. En un contexto como este tiene sentido la introducción de una moratoria que contribuya a redirigir la inversión hacia la recuperación de zonas degradadas.

Puede que no sea casual que Canarias, un destino maduro, diferenciado y aislado geográficamente, haya sido la única comunidad autónoma que ha implementado una moratoria turística con el objetivo de modular el crecimiento turístico. El gobierno autónomo aprobó en el 2001 una moratoria que limitaba la construcción de nueva planta hotelera en sus principales islas turísticas. El objetivo declarado de dicha moratoria, en vigor hasta hace unos pocos meses, era forzar un desarrollo sostenible de la actividad turística a través de un complejo proceso de ordenación del territorio, modulación del crecimiento turístico y de renovación de la planta obsoleta. Visto en perspectiva, ante un escenario expansivo de la oferta turística, que casi triplicaba la capacidad a lo largo de una década, la moratoria prometía contener la expansión de su capacidad y crear supuestamente las rentas necesarias para la recualificación de los establecimientos hoteleros. Sin embargo, una cosa son las intenciones y otra los hechos a lo largo de la última década. A pesar de las excepciones que incluía la moratoria (hoteles de cinco estrellas) y ante la falta de inversión, el gobierno optó por desarrollar un mercado secundario de camas que permitía transformar la capacidad alojativa obsoleta en planta renovada de mayor categoría. Este mercado secundario nunca funcionó bien y la renovación de la planta ha sido, cuanto menos, escasa.

Hay al menos cuatro lecciones que podemos extraer del caso de Canarias, que pueden ser determinantes en el diseño una moratoria. En primer lugar, el territorio afectado por la moratoria debe ser lo suficientemente amplio para evitar desplazamientos de la actividad turística a zonas limítrofes, sin que se resuelvan los problemas de fondo. En segundo lugar, el periodo entre el anuncio de la moratoria y su aprobación debe ser lo suficientemente corto para evitar una avalancha de solicitud de licencias previas a la moratoria. Así mismo, el periodo de cierre del mercado debe ser lo suficientemente amplio para acometer la renovación del destino (o aprobar un plan de reordenación turística, en su caso) pero con la amenaza cierta de mayores niveles de competencia, tras la reapertura. La tercera lección es que la moratoria debe abordar de forma transparente las excepciones, para evitar los comportamientos clientelares asociados a este tipo de regulaciones. La cuarta, y última lección, es que una moratoria es una regulación gubernamental traumática. Desata conductas y alianzas estratégicas en los agentes, eleva los niveles de riesgo e incertidumbre, y puede comprometer la sostenibilidad financiera de la administración pública involucrada, por el cambio de reglas del juego en medio de la partida. Todo apunta a que se trata de una regulación de último recurso. Una decisión que debe evitarse, en la medida de lo posible, mediante terapias preventivas a lo largo del proceso de expansión turística.

Las moratorias pueden tener efectos contraproducentes, lo que depende en gran medida de si el instrumento que se está utilizando (cerrar un mercado) se ajusta a los problemas que se desea solucionar. A este respecto, la suspensión de licencias en Barcelona se ha justificado como medida correctora de la congestión de visitantes – y de las consiguientes externalidades negativas a los residentes, – así como del reparto de rentas turísticas entre los distintos barrios de la ciudad. Si bien ambos problemas reclaman regulación pública, en el caso de Barcelona, una suspensión de licencias podría no ser la medida más efectiva. Los límites de capacidad en alojamientos no sólo no garantizan la descongestión o la corrección de externalidades, sino que revalorizan claramente la oferta de vivienda vacacional, pudiendo aumentar la presión que ejerce el turismo masivo e informal en el destino. Incluso podría argumentarse que, dado que la congestión en determinadas zonas de la ciudad es lo que motiva la moratoria - que a su vez genera renta a los alojamientos ya establecidos - estos no tendrán incentivos a que desaparezcan ni la congestión, ni las externalidades ni, por supuesto, la moratoria. En este sentido, no es casual la formación de coaliciones entre agentes sociales con intereses aparentemente dispares, tal y como ha ocurrido en Barcelona y ocurrió en Canarias, con ciudadanos afectados por las externalidades y empresas hoteleras ya establecidas (responsables de la obsolescencia de la planta o de las externalidades) en el mismo bando.

Y esto nos lleva directamente al segundo de los problemas al que se dirige la moratoria de Barcelona, la redistribución de la renta en el destino a través de la reordenación de la actividad turística entre sus barrios. Paradójicamente, redistribuir de forma equitativa la renta entre los ciudadanos del destino a través de una política sectorial como esta puede acabar disipando la renta a repartir. Este sería el caso en el que los inversores afectados por la suspensión temporal, y por la incertidumbre de los futuros planes de ordenación, deciden desviar sus proyectos de inversión hacia otros destinos que ofrezcan condiciones más ventajosas. Además, en esta redistribución territorial de la actividad turística, nada puede evitar que los ciudadanos propietarios de viviendas, ante una revalorización de la propiedad, acaben vendiendo sus activos a los especuladores o a grandes empresas turísticas. Desde este punto de vista, la moratoria podría comprometer a largo plazo tanto el exitoso modelo turístico actual como el objetivo redistributivo de los reguladores.

La lista de peligros que se ciernen a raíz de la moratoria es extensa y ha sido relatada en la prensa a lo largo de las últimas semanas. La mayoría de ellos surgen por la complejidad de un sector que, aunque pivota sobre la oferta alojativa, vincula la actividad de múltiples sectores que conforman la oferta complementaria o la necesaria movilidad del turista, y además potencia procesos de innovación tecnológica vitales para la competitividad del destino. Al mismo tiempo, los cambios en los precios relativos provocados por la suspensión pueden propiciar la expansión en otros segmentos, como el de cruceros, o excursionistas desde otros municipios, que acabe agravando, o trasladando de zona, la congestión y las externalidades.

Definitivamente, las políticas de decrecimiento pueden generar externalidades no consideradas por sus promotores. Lo ideal sería no llegar a tener que regular de forma traumática los destinos turísticos. Para ello es necesario comprender que el laissez faire en el turismo genera frecuentemente situaciones indeseadas, y que es necesaria una política de gestión de los destinos turísticos que implique a todos los agentes públicos y privados, incluyendo los distintos niveles de la administración, con capacidad para integrar todos los objetivos sociales y económicos. Y, por supuesto, propiciar la investigación y el conocimiento de la gestión del crecimiento turístico a largo plazo. Deberíamos evitar cirugías agresivas y amputaciones si queremos mantener los niveles actuales de competitividad y mejorar la sostenibilidad de nuestros destinos. Aunque a veces puede ser demasiado tarde.

*Noemi Padrón Fumero, Carmen Álvarez Albelo y Raúl Hernández Martín son miembros de la Cátedra de Turismo Cajacanarias-Ashotel de la Universidad de Laguna. Son autores de la reciente publicación “The economics and implications of moratoria on tourism accommodation development as a rejuvenation tool in mature tourism destinations” Journal of Sustainable Tourism, 23(6), 881-899, 2015.

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