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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pequeños ‘booms’ que causan grandes crisis

La gran expansión del crédito empeora los daños del desplome de una burbuja financiera

Rafael Ricoy

Para ser una burbuja, no fue muy grande. De 2002 a 2006, la proporción de la economía estadounidense dedicada a la construcción de viviendas aumentó en 1,2 puntos porcentuales del PIB por encima de su anterior tendencia de valor, antes de desplomarse cuando Estados Unidos entró en la mayor crisis económica en casi un siglo. Según mis cálculos, el exceso de inversión en el sector de la vivienda durante ese periodo ascendió en total a unos 500.000 millones de dólares: desde cualquier punto de vista, una pequeña fracción de la economía mundial en el momento del desplome.

Sin embargo, los daños resultantes han sido enormes. Las economías de Europa y Norteamérica se han contraído un 6%, aproximadamente, respecto de lo que habría sido de esperar en caso de que no hubiera habido crisis. Dicho de otro modo, una cantidad relativamente pequeña de exceso de inversión fue la causante de una pérdida de producción de 1,8 billones de dólares al año. Como ese desfase no da señales de colmarse y teniendo en cuenta las tasas de crecimiento y los rendimientos del capital, yo calculo que la pérdida total de producción llegará a ser de casi tres trillones de dólares. Por cada dólar de exceso de inversión en el mercado de la vivienda, la economía mundial habrá sufrido unas pérdidas de 6.000 dólares. ¿Cómo puede ser?

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Es importante observar que no todas las recesiones causan tanto sufrimiento. Los golpes financieros de 1987, 1991, 1997, 1998 y 2001 (cuando se perdieron unos cuatro billones de dólares de exceso de inversión tras el estallido de la burbuja de las punto.com) tuvieron pocas repercusiones en la economía real. La razón por la que esta vez ha sido diferente podemos verla en un estudio recientemente publicado por Òscar Jordà, Moritz Schularick y Alan M. Taylor. Los autores muestran que las grandes expansiones crediticias pueden empeorar en gran medida el daño causado por el desplome de una burbuja financiera.

Históricamente, las recesiones causadas por la explosión de una burbuja especulativa surgida sin necesidad de una expansión del crédito hacen que, cinco años después de la crisis, la economía sea entre 1% y 1,5% menor de lo que hubiera sido si se hubiera mantenido la tendencia del mercado. Cuando sí hay una expansión del crédito, el daño es significativamente mayor: si la burbuja es bursátil, la economía es, de media, un 4% menor tras cinco años; si la burbuja es inmobiliaria, hasta un 9% menor. Con éstos datos, está claro que el daño vivido tras el inicio de la crisis económica no se desvía mucho de lo que hemos experimentado antes.

Para muchos economistas, las recesiones son una parte inevitable del ciclo económico —la depresión que sigue necesariamente a cualquier boom, como una resaca. Pero John Maynard Keynes no tenía tiempo para ésta interpretación. “Parece una imbecilidad extraordinaria que éste maravilloso brote de energía productiva sea el preludio de empobrecimiento y depresión”, escribió en 1931, después de que el boom de los años veinte diera paso a la Gran Depresión. “Creo que la explicación de las actuales pérdidas empresariales, de la reducción de la producción, y del desempleo que necesariamente provoca, no es el alto nivel de inversiones que se llevaron a cabo hasta la primavera de 1929, sino en el subsecuente cese de esas inversiones”.

Unos años después, Keynes propuso una solución para el problema. En su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, Keynes explicó cómo los booms se crean cuando “inversiones que tendrían, en realidad, un rendimiento de 2%, pongamos por caso, en condiciones de pleno empleo, se hacen con la previsión de un rendimiento de 6% y así se valoran consiguientemente”. En una recesión, el problema es el contrario. De las inversiones que rendirían un 2% se “espera que rindan menos que nada”.

El resultado es una profecía que entraña su propio cumplimiento, en la que el elevado desempleo hace, en efecto, que los rendimientos de esas inversiones sean menores de cero. “Se llega a una situación en la que hay escasez de viviendas”, escribió Keynes, “pero, aun así, nadie puede permitirse el lujo de vivir en las casas que hay”.

Su solución era sencilla: “El remedio idóneo para el ciclo comercial no estriba en abolir los periodos de auge y, por tanto, mantenernos permanentemente en una semicrisis, sino en abolir las crisis y, por tanto, mantenernos permanentemente casi en un estado de auge”. Para Keynes, el problema subyacente era un fallo de los cauces del crédito en la economía. La reacción financiera al desplome de una burbuja y la consiguiente ola de quiebras reduce el tipo natural de interés a menos de cero, aun cuando sigan existiendo muchas formas de poner a trabajar productivamente a las personas.

Actualmente, reconocemos que unos cauces de crédito atascados pueden causar una contracción económica. Se han propuesto comúnmente tres formas de abordarlo. La primera consiste en políticas fiscales expansionistas y que los gobiernos substituyan a la inversión privada cuando ésta es débil; la segunda, en lograr un objetivo de inflación más alto, con lo que los bancos centrales disponen de un mayor margen para reaccionar ante las crisis financieras; y la tercera, en restricciones estrictas de la deuda y el apalancamiento, sobre todo en el mercado de la vivienda, para prevenir la formación de una burbuja de los precios alimentada por el crédito. A esas soluciones, Keynes habría añadido una cuarta, que ahora conocemos como la “opción de Greenspan”: utilizar la política monetaria para validar los precios de las acciones alcanzados en plena burbuja.

Lamentablemente, en un mundo en el que la austeridad fiscal parece tener cautivados a los políticos y en el que un objetivo de inflación del 2% parece inamovible, nuestras opciones normativas son bastante limitadas y así es, en última instancia, como un boom relativamente pequeño puede provocar un desplome tan grande.

J. Bradford DeLong, es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley e investigador asociado en la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas.

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