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Tribuna
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El sangriento bigote de Hitler

El abuso de la Historia para el regateo económico es mal recurso en una UE empeñada en superarla

Xavier Vidal-Folch

El primer ministro griego, Alexis Tsipras, se encontrará hoy, por vez primera cara a cara, con la canciller alemana, Angela Merkel, en una cumbre europea exprés. Ojalá todos entiendan que son socios, aunque rivales. Jamás enemigos.

Hasta ahora, Syriza ha practicado un antigermanismo de brocha gorda, a veces trufado de antinazismo, o escudado en él. Su programa electoral para el 25 de enero postulaba (ya no) una conferencia internacional sobre la deuda griega. Como la de Londres, que en 1953 resolvió, mediante fuertes quitas, las reparaciones alemanas pendientes de las dos guerras mundiales.

Alexis Tsipras rindió el 26 de enero, inmediatamente después de jurar su cargo, un (hermoso y emotivo) homenaje a los dos centenares de rojos de la Resistencia asesinados en el campo de Kesarianí —a las afueras de Atenas— por las tropas hitlerianas, el 1 de mayo de 1944.

Su rutilante ministro de Economía, Yanis Varoufakis, advirtió en Berlín a su colega Wolfgang Schaüble, el 5 de febrero, tras un áspero pulso negociador, que él debía comprender especialmente, en su calidad de ciudadano alemán, cómo una crisis brutal “puede romper el huevo de la serpiente”. Y le añadió, en medio de un perceptible trémolo de los intérpretes, que esa misma noche debería sentarse en el Parlamento junto a los diputados de Aurora Dorada, que “no es un partido neonazi, sino nazi”.

El propio Tsipras reclamó a Alemania en su investidura, el 8 de febrero, el pago de compensaciones a la ocupación de Grecia por la Wermacht. A lo que el vicecanciller alemán, el socialdemócrata Sigmar Gabriel, respondió que el asunto se saldó con la adhesión formal de Atenas al Tratado 2+4. Ese tratado fue firmado en 1990 por las dos alemanias y los cuatro vencedores de la segunda gran guerra, las potencias ocupantes: EE UU, Rusia, Francia y Reino Unido. El documento resolvió los flecos jurídicos de la reunificación alemana, emprendida y culminada con extrema celeridad por el canciller Helmut Kohl.

En todo caso, la responsabilidad política de Alemania por las agresiones, disparates y destrozos de su período nacionalsocialista está ya sobradamente saldada. Y desde hace tiempo. La República Federal es un Estado plenamente democrático. Y en muchos aspectos —como la transparencia, el equilibrio institucional, el respeto al legislativo y al judicial, o la extrema seriedad (no siempre feliz) de su compromiso europeo— resulta ejemplar dentro de la UE. Las cuentas históricas y morales son de otro orden, se sustancian en tableros distintos. No deben asomar a las mesas de negociaciones del club.

La Europa comunitaria encarna justamente la lucha contra los estigmas de la historia continental, mediante la reconciliación y asociación de los antiguos enemigos. Esos estigmas se evaporan desactivando la fricción nacionalista, casi siempre basada, no en la Historia, sino en el historicismo utilizado como arma militante de la división.

Cosa distinta es que Alemania y otros acreedores deban hacerse corresponsable —junto a los deudores— del cataclismo social cogenerado por su política económica de desmedida austeridad, a lo Bundesbank. Pero para lograrlo, no todo vale. No vale echar el sangriento bigote de Adolf Hitler a la cara, blanca, de Angela.

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