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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Reforma malograda

El Gobierno de Mariano Rajoy ha caído en la manía de llamar reforma estructural a cualquier cambio legal, sea cual sea el alcance u objetivo del mismo. Sin entrar en discusiones sobre otras modificaciones normativas (bancaria, laboral), está claro que el Real Decreto 9/2013, el anteproyecto de ley del sector eléctrico y sus propuestas de desarrollo no constituyen reforma estructural alguna, sino un intento dramático para evitar que el déficit de tarifa eléctrica (diferencia entre los costes reconocidos del sistema eléctrico y los ingresos obtenidos, que ahora ronda los 26.000 millones) siga creciendo sin esperanza de pago ni redención. El intento estaba bien orientado, porque identificaba con exactitud algunas de las causas principales del déficit; concretamente dos, las primas a las energías renovables y la retribución excesiva concedida a la actividad de distribución. Las bases de la acción contra el déficit de tarifa en la nueva ley son, pues, el recorte de las primas y un nuevo cálculo de las retribuciones a la distribución. Con tales recortes, más un rosario previo de impuestos aplicados a la producción de electricidad y una aportación supuesta de los Presupuestos de 2.200 millones, debía cancelarse el agujero financiero que hasta el momento aparece, como un derecho reconocido, en los balances de las eléctricas.

Pero la aplicación poco competente de los principios expuestos ha arruinado el éxito de la operación. En primer lugar, porque no está claro que Hacienda aporte los 2.200 millones previstos en la reforma, lo cual ya dice bastante poco de la coordinación entre ministros del Gobierno. Solo con que todo o parte de ese dinero no llegara al sistema eléctrico, el objetivo de eliminar el déficit ya habría fracasado. Pero hay además otras debilidades internas que el responsable político del proyecto tendría que haber calculado mejor. La retribución de la distribución es hoy más justa que antes, pero resulta que las redes eléctricas necesitan de una inversión que el proyecto no incentiva. Por otra parte, la rentabilidad reconocida a las renovables aplica un criterio de retroactividad para toda la vida de la inversión que contradice en apariencia el principio de seguridad jurídica y será causa probablemente de litigios.

La reforma tampoco establece ningún sistema fiable de fijación de costes y precios que sustituya al actual, totalmente viciado por un remedo de mercado que ha propiciado la generación continua de un déficit. La consecuencia inevitable ha sido un déficit insoportable y una carga de deuda pendiente que tienen que financiar las compañías y pagar en su mayor parte los consumidores. Si se tiene en cuenta que la luz española es la tercera más cara de Europa, con lo que esto supone para la competitividad de las manufacturas españolas, se comprenderá mejor la urgencia de cambiar a fondo el método para fijar los precios de la electricidad en España y el drama que supone el que una y otra vez se fracase en el intento.

En conclusión, no es solo que la presunta reforma deje insatisfechas a las empresas, sean las tradicionales (Iberdrola, Endesa, Gas Natural Fenosa) o de renovables (aunque a las primeras con menos razón), ni a los consumidores, ni a los partidos políticos, sino que es casi seguro que tampoco consiga eliminar el déficit. Hay que esperar, pues, que en 2014 Industria proponga otra reforma que parchee la actual. Y así sucesivamente.

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