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Lo que no sale en un vídeo

La resignación cala entre las miles de personas que acuden a diario a las oficinas de empleo

Cola ante una oficina de empleo de Madrid.
Cola ante una oficina de empleo de Madrid.Carlos Rosillo

A la puerta automática de la oficina de empleo casi no le da tiempo a cerrarse ante el goteo de personas que entran y salen. Hay mujeres y hombres, viejos y jóvenes, solos o en grupo. Todos con muchas carpetas de colores y sobres, que no contienen recibís ni contabilidades paralelas, sino la esperanza de encontrar un trabajo. Es la paridad inexorable del desempleo, que ya ha puesto el apellido de parado a casi seis millones de personas.

En una mañana soleada de julio en el centro de Madrid, es casi imposible encontrar una expresión relajada. Todos entran con prisa, y la mayoría sale con más prisa aún. Se hace difícil interrumpir una apagada conversación de teléfono con un ser querido —“cariño, no nos dan la prestación…”— o distraer a quien envía un whatsapp a un familiar para confirmar que sigue sin haber buenas noticias. Y más difícil todavía pedirle que se desnude ante una cámara.

“Lo siento, no tengo tiempo”, “no, no estoy de humor”. Hay quien contesta con irritación y quien lo hace con una triste amabilidad. Casi todos con resignación. Sea en Madrid, en Barcelona, en Santiago o en Sevilla, la mayor parte rechaza contar su historia. En muchos casos es simple prisa o pudor, pero al mismo tiempo se adivina un rechazo al estigma, a ser reconocidos públicamente con ese apellido: parado.

También se niegan todos los que han tenido que ir con sus hijos al antiguo INEM, que no son pocos. “Me he aburrido muchísimo” le dice un niño a su padre a la salida de la oficina de empleo de Moratalaz. “No tengo con quién dejarlo y me lo tengo que traer aquí”, se justifica el progenitor mientras otro hombre aguarda su turno en la parte trasera del edificio dando un potito a su hijo.

La tarea se complica más al pedir que relaten su situación en un vídeo. A muchos les puede la vergüenza, pero otros buscan evitarse problemas. No quieren líos, porque reconocen que están trabajando, aunque lo hagan sin contrato, porque están en medio de un Ere o porque han sido incluidos en un proceso de selección. “No vaya a ser que me vean ahí y ya no me contraten”, dice una joven con miedo a perder uno de los pocos trenes que se le han presentado en los últimos seis meses.

Aquellos que finalmente se deciden a aparecer, abren el grifo y empiezan a dejar escapar su frustración. Estremece el nivel de aceptación de una realidad tan tremenda. Los que llevan poco tiempo en el paro, los que tienen a su pareja trabajando, los fijos-discontinuos o los que pueden vivir de sus padres se sienten afortunados aunque vivan situaciones dramáticas. “Yo tampoco me puedo quejar, porque por lo menos…” o "en realidad yo no estoy tan mal..." son algunas de las frases más repetidas. Parece que lo que antes casi se daba por descontado —tener un trabajo fijo y una cierta seguridad laboral— ha acabado convirtiéndose en un lujo.

En los centros de formación ocupacional, a los que acuden muchos desempleados para recibir orientación o participar en cursos que les asistan en la búsqueda de un empleo, se respira un poco más de optimismo. La gente está más dispuesta a hablar y el futuro no aparece tan oscuro. Puede que compartir el desengaño y el día a día con un grupo de iguales contribuya a ver las cosas de otra manera. También puede ayudar la sensación de que adquieren conocimientos que les serán útiles.

En el caso de los mayores y las personas que llevan mucho tiempo peregrinando a las oficinas de empleo, la desesperanza es mucho más palpable. “¿Qué voy a encontrar? Con mi edad y con tanta gente para cada puesto…” se lamenta un hombre de 56 años que no se ve con fuerzas ni para quejarse. “Por mucho que protestemos no va a cambiar nada… A los que mandan les da igual”. Las predicciones y los anuncios de que la crisis se acabará pronto ya no cuelan.

A veces, cuando la luz roja de la cámara se apaga, el relato de las preocupaciones personales deja paso a un torrente de angustia. Hay alguna lágrima, voces que se quiebran y también, historias que vuelven a contarse, esta vez sin maquillaje. Ante una oficina del Servicio Andaluz de Empleo, en Sevilla, un hombre explica el golpe que le ha supuesto verse casi incapaz de pagar unas sandalias para que su hijo pueda soportar el asfixiante calor. La resignación cala hondo. Preguntándose cómo va a cubrir el agujero que ha dejado la compra de las sandalias, el hombre sentencia: “Yo, es que no sirvo para robar”.

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