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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Crisis de ideas en el conservadurismo estadounidense

En el ángulo superior izquierdo de mi escritorio hay en este momento tres libros recientes: The Battle, de Arthur Brook; Coming Apart, de Charles Murray, y A Nation of Takers, de Nicholas Eberstadt. Juntos constituyen un importante movimiento intelectual, que además resulta ser gran parte del motivo por el cual el conservadurismo estadounidense tiene hoy día pocas cosas constructivas que decir sobre la administración de la economía, y poca conexión con el centro del electorado del país.

Pero retrocedamos históricamente a la fundación de lo que podemos llamar conservadurismo moderno en Reino Unido y Francia a principios del siglo XIX. Hubo quienes —Frédéric Bastiat y Jean-Baptiste Say vienen a la mente— creyeron que el Gobierno debía poner a trabajar a los desempleados para construir infraestructuras cuando los mercados o la producción se veían temporalmente interrumpidos. Pero los equilibraban quienes, como Nassau Senior, se pronunciaron incluso en contra del alivio de las hambrunas: aunque un millón de personas muriesen en la Gran Hambruna irlandesa, “eso no sería suficiente, ni mucho menos”.

La principal ofensiva del conservadurismo temprano era la oposición absoluta a cualquier tipo de seguro social: enriquezcan a los pobres y aumentarán su fertilidad. Como consecuencia, disminuiría el tamaño de las granjas (porque la tierra se dividiría entre aún más niños), disminuiría la productividad del trabajo y los pobres terminarían siendo aún más pobres. El seguro social no solo era inútil, era contraproducente.

La política económica adecuada era enseñar a la gente a venerar el trono (para que respetasen la propiedad), el hogar paternal (para que no se casaran irresponsablemente jóvenes) y el altar religioso (para que temiesen el sexo prematrimonial). Entonces, tal vez, manteniendo la castidad de las mujeres durante la mitad o más de sus años fértiles, el excedente de población disminuiría y la situación de los pobres sería lo mejor posible.

Avancemos 150 años hasta EE UU después de la Segunda Guerra Mundial y la original crítica de la Escuela de Chicago a la versión del seguro social del New Deal: la creación de muescas que distorsionaban los incentivos económicos. El Gobierno, según Milton Friedman y otros, anunció a los pobres: ganen más dinero y les quitaremos sus viviendas gratuitas, los cupones de comida y la asistencia a los ingresos. Las personas son racionales, dijo Friedman, no trabajarán por mucho tiempo si no obtienen nada, o casi nada, a cambio.

La principal ofensiva del conservadurismo temprano era la oposición absoluta a cualquier tipo de seguro social

La gran diferencia entre las críticas conservadoras malthusianas al seguro social a principios del siglo XIX y las críticas de Chicago en la década de 1970 es que los críticos de Chicago tenían razón: brindar apoyo público a los pobres “dignos de él” y luego quitárselo cuando comenzaban a valerse por sí mismos envenenaba los incentivos y probablemente no conducía a buenos resultados.

Entonces, desde 1970 a 2000, una amplia coalición de conservadores (que deseaban evitar que el Gobierno continuase fomentando la inmoralidad), centristas (que deseaban que el dinero público se gastase eficazmente) e izquierdistas (que deseaban el alivio de la pobreza) eliminaron las muescas del sistema del seguro social. Los presidentes Jimmy Carter, Ronald Reagan, George H. W. Bush, Bill Clinton, e incluso George W. Bush y sus partidarios crearon el sistema actual, en el cual los tipos impositivos y los umbrales de elegibilidad no son desincentivos excesivos contra la empresa.

Entonces ¿cuál es el problema que encuentra la nueva generación de críticos conservadores estadounidense al seguro social? No es que aumentar el nivel de vida de los pobres por encima de la mera subsistencia produzca una catástrofe malthusiana, ni que los impuestos y la retirada de los beneficios de asistencia social hagan trabajar a la gente, en el margen, por nada.

Para Eberstadt, el problema es que la dependencia del Estado es emasculadora, y que demasiadas personas dependen de él. Para Brooks, ese saber que los programas públicos hacen la vida más fácil lleva a votar a favor de los candidatos no republicanos. Para Murray, el seguro social significa que un mal comportamiento no conduce a la catástrofe, y necesitamos que haya una catástrofe para evitar que la gente se comporte mal.

El punto crucial es que las élites conservadoras estadounidenses creen a Brooks, Eberstadt y Murray. Hasta el día de hoy, Mitt Romney está convencido de que perdió la presidencia en 2012 porque Barack Obama regaló injustamente un seguro de salud subsidiado a los estadounidenses de origen hispano, cobertura gratuita de salud reproductiva a las mujeres (excepto por el aborto) y dádivas similares a otros grupos. Nunca pudo “convencerlos de que deben asumir personalmente la responsabilidad y ocuparse de sus vidas”.

De hecho, sería muy difícil para cualquier candidato convencer a los estadounidenses que reciben beneficios gubernamentales de que eso produce dependencia; que es malo que la gente vote a los políticos que mejoran sus vidas, y que las buenas políticas públicas buscan crear catástrofes humanas en vez de evitarlas. El problema para los conservadores estadounidenses no es su elección de candidatos ni el tono de su retórica. Es que sus ideas no son políticamente sostenibles.

J. Bradford DeLong, exsecretario adjunto del Tesoro de EE UU, es profesor de Economía de la Universidad de California en Berkeley e investigador asociado en la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas.

(c) Project Syndicate, 2013.

Traducido por Leopoldo Gurman.

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