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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La pérdida de un nutriente esencial

Durante la primera década del siglo XXI, la industria española, como la de numerosos países, tuvo que enfrentarse a tres retos de envergadura. El primero, el rápido avance de la globalización económica, con China ejerciendo una elevada presión competitiva sobre los mercados internacionales, puesta de relieve en el formidable ascenso de sus cuotas de exportación hasta ocupar la primera posición por volumen total de comercio. El segundo, la multiplicación de las redes internacionales de comercio, conforme las nuevas tecnologías, iban permitiendo una creciente fragmentación de la producción a escala internacional. El tercero, la crisis económica y financiera iniciada en 2007, con la depresión de la demanda en los principales mercados del mundo desarrollado.

Frente a los dos primeros retos, la industria española respondió muy aceptablemente, mejor hasta 2007 que otros países europeos como Reino Unido, Francia o Italia. Creció más rápidamente, creó empleo y aumentó sus exportaciones, mostrando altas cifras de rentabilidad que apenas reflejaban un impacto de la mayor competencia internacional. A la vez, las empresas se incorporaron activamente a las redes internacionales de producción, en particular en la fabricación de equipos mecánicos y de transporte, donde el porcentaje de empresas filiales de multinacionales de capital extranjero es más elevado.

No por ello, sin embargo, el impacto de la globalización dejó de acusarse, en particular en ritmos de crecimiento del valor agregado bruto (VAB) manufacturero sensiblemente más distante de los alcanzados por el PIB que en otras épocas anteriores de expansión, y en cualquier caso inferiores a los logrados por Alemania, Irlanda o Finlandia. Además, el escaso avance de la productividad del trabajo puso de manifiesto un excesivo apoyo de la expansión industrial en la intensidad de la mano de obra, en gran parte inmigrante, al tiempo que también el exceso de financiación dirigida a los inmuebles tuvo un coste de oportunidad en términos del desarrollo de actividades industriales y de servicios. Por supuesto, si se hubiera canalizado menos capital financiero y humano hacia la construcción, dirigiéndolo hacia otros sectores productivos y a la aplicación de nuevas ideas y técnicas a los negocios, hoy los problemas no serían tan graves. Pero ni unos ni otros Gobiernos durante los años de expansión se propusieron seriamente cambiar las prioridades, renunciando al brillo de registros inmediatos.

Miremos ahora a los años más cercanos, al periodo de crisis. Si antes la industria española sobresalió en la creación de empleo, sin experimentar globalmente un proceso de deslocalización de relieve, desde el final de 2008 ha ocurrido lo contrario, de forma que en términos de valor añadido, el valor real alcanzado en 2012 es inferior al del año 2000, algo que también se ha registrado en Reino Unido, Italia, Dinamarca, Bélgica y Francia.

En España, desde luego, esa evolución es consecuencia del desplome en la demanda nacional, pues la demanda externa ha impulsado la actividad industrial hasta la entrada en recesión al final de 2012 de la UE, el principal mercado de destino de nuestras exportaciones. De hecho, los sectores que más han sostenido su actividad, manteniendo hoy volúmenes de producción no muy alejados de los anteriores a la crisis, son aquellos que muestran una mayor competitividad en la exportación: alimentos, bebidas y tabaco, productos farmacéuticos y medicamentos, química, metalurgia, otro material de transporte y maquinaria y equipo. La excepción es el primer sector por valor de las ventas al exterior, el automóvil, enfrentado a una demanda muy deprimida y a restricciones profundas de crédito, que se han acentuado en el curso del último año.

En todo caso, como consecuencia de la disminución de la producción, el empleo industrial ha caído aún más drásticamente, forzando el aumento de la productividad del trabajo. La desaparición de los establecimientos más intensivos en mano de obra y los esfuerzos de los supervivientes por mejorar su competitividad, explican lo sucedido. Según la CNE trimestral, la disminución del empleo industrial alcanza ya un 26,7%, medida entre el IV trimestre de 2007 y el IV trimestre de 2012, último dato disponible, un total de 717.300 personas, algo más según la EPA. Una reducción que se extiende con similar intensidad a todas las regiones españolas, con Cataluña a la cabeza de la destrucción de empleo manufacturero y el País Vasco en el extremo opuesto. A través de este proceso, las regiones españolas se han sumado a la deslocalización del tejido industrial que con anterioridad a la crisis acometieron las inglesas y francesas, desplazándose gradualmente la actividad manufacturera hacia Alemania, Holanda, y hacia fuera de Europa.

La conclusión es inequívoca. Para la industria española, como para la de otros viejos países industriales europeos, resulta crucial recuperar el tejido industrial perdido durante la crisis, reforzando la competitividad de las diferentes actividades y su gradual orientación hacia los mercados exteriores. Conviene no autoengañarse: los países desarrollados no pueden vivir especializándose exclusivamente en la producción de servicios, pues la innovación no puede perder la fabricación como nutriente esencial, y solo una industria vigorosa garantiza un terciario de verdad avanzado.

José Luis García Delgado y Rafael Myro son catedráticos de la Universidad Complutense de Madrid (UCM).

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