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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Derretidos

Emilio Ontiveros

Como la nieve bajo el sol” podrán quedar “los esfuerzos que se han hecho en las economías del sur de Europa para reducir sus costes laborales unitarios”, según la canciller Merkel, si el tipo de cambio del euro sigue apreciándose frente a las principales divisas. Ese reconocimiento de “las preocupaciones y temores de quienes están trabajando duro” para fortalecer su competitividad no le ha impedido declarar al mismo tiempo que un rango comprendido entre 1,30 y 1,40 dólares por euro es un tipo de cambio normal en términos históricos. Y, en todo caso, ha dejado clara su oposición a cualquier tipo de intervención que pretenda enmendarle la plana a los mercados de divisas. Ni a ningún otro mercado, cabría añadir, aunque la volatilidad de sus cotizaciones agrave la situación de esas economías del sur hoy en recesión, sensibles a las variaciones del tipo de cambio del euro.

Con independencia de otras consecuencias no poco importantes que esas divergencias pudieran tener sobre la estabilidad comercial y financiera global, renovando las amenazas de una guerra de divisas, el aspecto quizás más revelador es la actitud complaciente con que la canciller alemana, y por extensión las autoridades comunitarias, contemplan las dificultades que atraviesan las economías periféricas. Con la misma pasividad que se verifica el daño en la capacidad exportadora de esas economías se observa la prolongación de la recesión a la que están conduciendo las políticas impuestas desde el inicio de la crisis de la deuda pública.

La depreciación del dólar y más recientemente del yen es una consecuencia de la política monetaria expansiva de los bancos centrales de Estados Unidos y Japón con el fin de afianzar la recuperación del crecimiento de sus economías y, especialmente, del empleo. Más expansiva, desde luego, que la aplicada por el BCE. La Reserva Federal dejó clara su actitud el pasado diciembre al confirmar la supremacía de su objetivo de reducción del desempleo: no bajará la guardia hasta que el primero caiga por debajo del 6,5%, siempre que la inflación no ascienda del 2,5%. Las autoridades japonesas, por su parte, han asumido como prioridad la eliminación de las amenazas de deflación y, para ello, además de la asignación por el Gobierno de 117.000 millones de dólares a inversión pública, el banco central ha asumido un objetivo de inflación que dobla el 1% hasta ahora vigente. Esas actuaciones más laxas pueden ser seguidas por el Banco de Inglaterra, que ahora estrena presidente, tras el fracaso de las políticas basadas en la austeridad del primer ministro Cameron. El Banco Central de Suiza ya anunció intervenciones en los mercados tendentes a evitar apreciaciones de su moneda.

Esas decisiones contrastan con las adoptadas por las autoridades de la eurozona. El BCE tardó en concretar su disposición a hacer todo lo que estuviera a su alcance para impedir que los mercados de bonos públicos fragmentaran la unión monetaria. Lo hizo el pasado septiembre, cuando las cotizaciones de la deuda pública española e italiana reflejaban temores que excedían al deterioro de las finanzas públicas de ambos países. Y lo hizo después de que fuera amplia una segunda evidencia, destacada por diversas instituciones, como el FMI: el carácter contraproducente de los ambiciosos procesos de consolidación fiscal impuestos en ambas economías.

Las previsiones que acaba de hacer públicas la Comisión Europea dejan lugar a pocas dudas acerca de los resultados de esas políticas. La eurozona contraerá su ritmo de crecimiento en 2013 un 0,3%. España lo hará un año más en un 1,4%, pero doblando ampliamente la tasa de desempleo del área, hasta rozar este año el 27%. Para 2014 se anticipa una mejora, pero no suficiente como para que la economía crezca más de ese 0,8% que prevé la comisión, la misma tasa que nos asignaba en sus previsiones de otoño. Lo que sí se ha revisado al alza en estas previsiones para España es la relación entre la deuda pública y el PIB: será del 95,8% y del 101% del PIB en este y el próximo año, respectivamente.

No aparece, por tanto, la compensación esperada a estos años de esfuerzos sin precedentes para sanear unas finanzas públicas dañadas a partir de 2008, fundamentalmente por el desplome de los ingresos públicos. El caso de España vuelve a ser relevante. Y es que en ausencia de crecimiento económico, con el desempleo en ascenso, un endeudamiento privado elevado y un sistema bancario vulnerable, el ajuste fiscal acaba pronunciando aún más la recesión y dificultando la consecución de sus propios objetivos de saneamiento. Una conclusión tal es la que se deducía de los análisis de los multiplicadores fiscales avanzados por el FMI (ver en estas mismas páginas el artículo Revisionismos. El multiplicador fiscal, de 21 de octubre de 2012) y, desde otra perspectiva analítica, la aportada por el reciente trabajo de Paul de Grauwe y Yuemei Ji (http://www.voxeu.org/).

Las conclusiones de este último trabajo cuestionan seriamente la validez de esas políticas; no encuentran justificación a los sacrificios realizados en estos países. Desde el inicio de la crisis de la deuda soberana los mercados de bonos enviaron señales erróneas, determinadas por el terror y el pánico, elevando artificialmente los diferenciales en tipos de interés de la deuda de las economías periféricas. Fueron esas presiones de los mercados de deuda pública las que impulsaron a las autoridades europeas a la adopción de esos recesivos programas de consolidación fiscal todavía en vigor. “Si el BCE hubiera actuado antes de septiembre de 2012, se habría evitado gran parte del pánico en los mercados —a la fragmentación o desaparición de la eurozona— y la consecuente adopción de los programas de austeridad excesiva” adoptados a partir de 2011. De ello no es difícil colegir que “el pánico y el temor no son buenas guías para orientar las políticas económicas”. En mayor medida, podríamos añadir, si ese “sentimiento de los mercados” está influido por el “riesgo de reversibilidad” de la unión monetaria, que como el propio BCE admitió, incorporaban las cotizaciones de la deuda soberana de las economías del sur.

Como la mayoría de los analistas críticos con la austeridad a ultranza, Paul de Grauwe no cuestiona la necesidad de saneamiento de las finanzas públicas de las economías del sur. Sugiere una distribución temporal del mismo mucho más razonable, coexistiendo con estímulos a la demanda fundamentalmente con origen en las economías del norte. Estas no tienen déficits públicos excesivos, mantienen estabilizados sus ratios de deuda pública sobre el PIB y tipos de interés excepcionalmente bajos. Ambas políticas —suavización de los ajustes fiscales y estímulos a la demanda— contribuirían igualmente a neutralizar esa otra amenaza de inestabilidad cambiaria ante la que la canciller alemana apenas mostraba su conmiseración con los derretidos esfuerzos de los sureños.

Sin abandonar el ámbito de la observación empírica, a las contraindicaciones estrictamente económicas de las políticas hasta ahora practicadas hay que añadir las cada día más visibles de insatisfacción social y política, incluida la desafección hacia la propia unión monetaria, derivadas de esos “sufrimientos innecesarios a millones de personas que han terminado en el desempleo y la pobreza”, que también subraya Paul de Grauwe. No se trata de consecuencias de la existencia del euro, sino de errores en la gestión de la crisis más importante de su historia.

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