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Ningún hombre es una isla

La colusión de corrupción, crisis y extrema desigualdad puede hacerse estructural

Joaquín Estefanía

Hace unos meses, la organización no gubernamental Transparencia Internacional hizo público un estudio titulado Dinero, política y poder. Peligros de la corrupción en Europa, que alineaba en varios puntos a países como España, Grecia, Italia y Portugal. De ellos se decía que eran casos claros de cómo la ineficacia, los abusos y la corrupción no están suficientemente controlados o sancionados; también consideraba que la relación entre la corrupción y la crisis económica debía dejar de ignorarse. Los mismos cuatro países vuelven a estar unidos en la clasificación de campeones del desempleo que la semana pasada hizo pública Eurostat, la oficina de estadísticas de la Comisión Europea. En la misma había una novedad: por primera vez la tasa de paro griega (26,8%) fue superior en diciembre a la española (26,1%), en un entorno generalizado de caída del empleo en Europa.

No puede haber solo casualidad, sino algún tipo de relación entre los datos del paro y los de la corrupción, que deben analizar los científicos sociales. Se trata de lo que los economistas llaman “externalidades”: lo que hace una persona, o un grupo, puede beneficiar o dañar a los demás. Como dice el poema, ningún hombre es una isla. Cuando quienes causan perjuicio a otros no tienen que asumir las consecuencias plenas de sus abusos logran un incentivo inadecuado. Las leyes y las instituciones están para proporcionar los incentivos correctos que eviten los daños a los demás, a sus propiedades, a su salud, su educación y a los bienes públicos (como la naturaleza) que disfrutan.

El problema surge cuando fallan las responsabilidades legales y las políticas. Se trata sobre todo de estas últimas cuando quienes ostentan posiciones de poder dicen estar haciendo lo correcto y perseguir el interés general, aunque sus convicciones sean lo suficientemente maleables como para dejarse convencer por “intereses especiales”. Defienden teóricamente el interés general cuando en realidad apoyan numantinamente sus propios intereses.

El triángulo del descontento tiene ahora un tercer vértice, que es la extrema desigualdad en las sociedades. Cuando a la corrupción se le une la crisis económica y la desigualdad la situación se hace explosiva. El aumento y distribución de las dificultades, después de cinco años, está teniendo consecuencias drásticas sobre el reparto de la renta y la riqueza. Mientras que los indicadores básicos de desigualdad apenas han cambiado para el promedio de la Unión Europea desde 2007, España está sufriendo un aumento extraordinario de las diferencias económicas entre los hogares. El nivel de concentración de las rentas de capital es de los mayores en la UE y hay una alta incidencia de las políticas de ajuste sobre todo en las rentas del trabajo de bajos salarios.

Según el catedrático de Economía de la Universidad Rey Juan Calos, Luis Ayala (Las consecuencias de la austeridad, EL PAÍS del 10 de mayo de 2012), hay tres características del caso español que lo hacen único: primera, que el mayor ajuste se está produciendo en las rentas de los hogares con menos recursos. Segunda, que los incrementos transitorios de la pobreza y la desigualdad tienden a convertirse en crónicos a largo plazo, si se tiene en cuenta lo que ha sucedido en anteriores fases recesivas en España. Y tercera, que frente al aserto habitual de que el bienestar social se recuperará si lo hacen la actividad económica y el empleo, los datos son contundentes: las estimaciones de la relación entre el ciclo económico y la pobreza muestran una acusada asimetría en la respuesta de esta a las recesiones y a las expansiones, siendo mucho más sensibles a las primeras. Por tanto, volver a altas tasas de crecimiento de la economía española no garantiza que los problemas de insuficiencia de ingresos de un segmento importante de la sociedad española vayan a reducirse drásticamente.

Evitar la consolidación de ese triángulo compuesto por crisis económica, corrupción (política y económica) y desigualdad (de oportunidades, rentas, patrimonios y resultados) es cada día más urgente para evitar las explosiones sociales. Estas tres características negativas de la coyuntura pueden tener efectos intensos y duraderos sobre todo en las expectativas de las generaciones que se hallan actualmente en las fases especialmente vulnerables de su ciclo vital, y en particular sobre los jóvenes, convirtiéndose en estructurales.

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