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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Redefiniendo lo normal

En España lo inaceptable se ha convertido en común. ¿Queremos que sea así?

Luis Garicano

El senador demócrata estadounidense Daniel Patrick Moynihan escribió un famoso artículo académico en 1993 en el que argumentaba que la sociedad americana había “redefinido las desviaciones hacia abajo”, de forma que ahora lo normal incluía conductas antes consideradas completamente inaceptables. Por ejemplo, mientras que la matanza de San Valentín, en el Chicago de 1929, en la que cuatro gánsteres mataron a otros siete, se convirtió en una leyenda que ha sobrevivido hasta hoy, Los Ángeles sufría en 1993 una masacre de San Valentín cada fin de semana. Lo extraordinario se había convertido en normal.

Es fácil imaginar lo que hubiera escrito el senador Moynihan tras el asombroso titular de un artículo del imprescindible Íñigo de Barrón en estas páginas el 21 de enero: El Gobierno cambiará la ley para que condenados puedan dirigir entidades. Lo normal. El estar condenado en firme por un crimen en absoluto quiere decir que uno no sea honrado, para nada, es que usted no lo entiende. Los ladrones son gente honrada. Los que se dopan también. Y los corruptos. Lo espeluznante empieza a ser habitual.

Los ciudadanos nos imaginamos que sí, que los sobres existieron, que seguramente también los recibos existen, pero que ni el que pagó los sueldos, ni el que los cobró, ni el que recaudó el impuesto revolucionario pasarán un solo día en la cárcel. Es lo normal. Los políticos son corruptos, qué le vamos a hacer, se dice la gente ante la impunidad, frustrada, sin otra alternativa que votar a los otros, en los que tampoco creen.

Esta es una consecuencia más del envilecimiento que ha supuesto la burbuja inmobiliaria y el daño que ha hecho a nuestras instituciones”

Esta es una consecuencia más del envilecimiento que ha supuesto la burbuja inmobiliaria y el daño que ha hecho a nuestras instituciones. Hasta hace poco, cuando hablábamos de las negativas consecuencias de la burbuja para el crecimiento económico de España a largo plazo, solíamos enfatizar el sobreendeudamiento y la falta de inversión en capital humano (ver Curando nuestra enfermedad holandesa, con Florentino Felgueroso, en estas páginas en febrero de 2012): la burbuja había hecho bajar el valor de los estudios, con la consiguiente subida del abandono escolar, dejando a muchos jóvenes sin la formación necesaria para el mundo de hoy.

Estas semanas vemos con claridad que tan importante como el impacto sobre el capital humano ha sido el impacto sobre las instituciones. Tras la campaña catalana y el caso Bárcenas, parece claro que la corrupción relacionada con el boom inmobiliario, que los españoles siempre vimos como algo que pasaba en algunos Ayuntamientos costeros, ha afectado profundamente a la clase política. Muchas personas que nos parecían por encima de cualquier tentación criminal parecen haberse comportado como vulgares mafiosos.

Si los corruptos y demás criminales no reciben castigo, ¿qué disuadirá a los que se plantean estas actividades de llevarlas a cabo? Las consecuencias de tal impunidad para el crecimiento económico pueden ser brutales. Volver al crecimiento económico requiere que las instituciones funcionen. Como explican Acemoglu y Robinson en su reciente libro ¿Por qué fracasan los países?, la clave del desarrollo económico no es tener una geografía favorable, ni la cultura (la ética protestante), sino tener instituciones inclusivas, robustas y bien diseñadas que, en lo económico, garanticen los derechos de propiedad, la ley y el orden, el funcionamiento de los mercados, la entrada libre en los mercados y la libertad para establecer nuevas empresas, la efectividad de los contratos, el acceso a la educación y la oportunidad para que la gran mayoría de los ciudadanos y, en lo político, garanticen la participación y el pluralismo y la imposición de restricciones y controles sobre la arbitrariedad de los políticos. Todo esto es necesario para que los ciudadanos puedan tomar decisiones a largo plazo, pudiendo predecir sus consecuencias, sin miedo a que el poderoso de turno se las apropie.

Por supuesto, la corrupción no solo sucede en España. Pero solo en países subdesarrollados o en vías de desarrollo tienen lugar estas conductas sin temor a pisar la cárcel, sin atadura ni miedo alguno. Los gobernadores más recientes del Estado de Illinois no estaban por detrás de los peores políticos españoles en la carrera de los corruptos. Pero el fiscal del Estado los acusaba, un juzgado popular los encontraba culpables e iban a parar con sus huesos a la cárcel. El último de ellos, Rod Blagojevich, ha sido condenado a 13 años de prisión. El anterior, George Ryan, a seis años de cárcel por “dar contratos a sus amigos a cambio de dinero y vacaciones pagadas y mentir al FBI al respecto”.

Solo en países subdesarrollados tienen lugar estas conductas sin temor a pisar la cárcel, sin atadura ni miedo alguno”

¿Cuántos políticos españoles cumplirían esa definición?

En España hay muchísimos profesionales brillantes, de primera línea mundial. Gente que hace su trabajo bien, que se deja la piel, que cumple. Pero esta corrupción sin castigo desmoraliza a los que trabajan, a los que cumplen, a los que pagan. Esta corrupción daña peligrosamente el crecimiento económico y la salida de la crisis. El país no debe tolerarlo más.

¿Qué hacer? Primero, nuestro sistema es absurdamente garantista. ¿Recuerdan la decisión de la Universidad de Sevilla por la que no se podía expulsar a un estudiante de un examen, pobrecito, al que el profesor pilla copiando in fraganti? Segundo, las asociaciones profesionales de jueces han politizado mucho la profesión. Esto hace que haya que tener pruebas muy contundentes para condenar a nadie y más si son políticos. Tercero, hay que objetivizar el uso de los indultos (el conductor suicida con conexiones) y del tercer grado (el alto cargo del PP condenado en Cuba). Finalmente, muchos jueces, simplemente, y esto es un secreto a gritos, no dan palo al agua (aunque haya otros trabajando 12 horas al día). Desgraciadamente, va a ser necesario obligar por ley a los jueces a ir a su oficina seis o siete horas al día. Sí, fichar, y no de martes a jueves y de 10.00 a 14.00 como muchos hacen ahora (“¡y no me llevo trabajo ningún día, que conste!”, comentaba una amiga jueza recientemente). Y promocionarlos solo cuando resuelvan sus asuntos a tiempo y cuando sus sentencias no sean revocadas en apelación, criterios objetivos y verificables.

Si la justicia no funciona, si no es capaz de hacer su trabajo de hacer cumplir la ley, el país no tiene arreglo. Como han mostrado Manuel Bagues y Berta Esteve-Volart en un estudio de los programas de incentivos para los jueces, los incentivos, también aquí, funcionan si se diseñan bien.

La sociedad española se encuentra en una encrucijada. ¿Queremos que sea esto lo normal?

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