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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Contra toda esperanza

La "sensibilidad" de la reforma laboral es igual a la de una tanqueta del ejército

Joaquín Estefanía

Iberia ha anunciado el despido de la cuarta parte de su plantilla y una espectacular reducción de sueldo para los que se queden dentro. La ministra de Empleo, Fátima Báñez, esa mujer piadosa que se acoge en su trabajo a la autoridad del cielo (“De la Virgen del Rocío siempre llega un capote”), ha pedido “sensibilidad” en la aplicación de la reforma laboral de la que ella es titular y que es precisamente la legislación en la que se amparará la compañía aérea para echar a casi 5.000 personas y empobrecer a los restantes.

Pero la reforma laboral de Báñez tiene en su interior tanta sensibilidad como una tanqueta del Ejército de Tierra. Es la reforma más desequilibrada (a favor de los intereses de los empresarios y de los bufetes de abogados que han de interpretarla) de todas cuantas se han hecho en las casi cuatro décadas de democracia. No figuraba con esos contenidos en el programa electoral del PP, cuyos dirigentes declararon de modo reiterado que en sus planes no estaba abaratar el despido.

Desde que está en vigor se han multiplicado exponencialmente los expedientes de regulación de empleo (ERE), con decenas de miles de despedidos, mucho más baratos. Tiene razón la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, cuando afirma que la reforma laboral está dando sus frutos. Los está dando y con mucha rapidez: el consenso de los servicios de estudio entiende que en el año 2013 se va a llegar al esplendoroso porcentaje del 26% de la población activa en paro.

Ese elefantiásico porcentaje, insólito en los países de nuestro entorno y solo comparable al de Grecia y algún país báltico, es una demostración de que el problema del mercado de trabajo español es, sobre todo, de crecimiento de la economía y de mala calidad del tejido empresarial, no de la legislación laboral ni de su rigidez. El tiro está errado una vez más con esta reforma del mercado de trabajo, que solo genera sufrimiento.

Con tantos y tan distintos ERE, en todo tipo de compañías, se podría filmar hoy la versión española de la americana The company men, una de las películas que mejor definen uno de los efectos más lacerantes de la larga crisis que estamos padeciendo (el paro y sus consecuencias económicas, psi-cológicas…) y que desgraciadamente no ha tenido tanto éxito como las extraordinarias Inside job, Margin call, o Malas noticias (Too big to fail).

The company men relata un expediente de regulación de empleo en un grupo empresarial norteamericano en el que una de las unidades de negocio comienza a perder dinero mientras las otras siguen siendo rentables. Con los despidos (reducción de costes), los ejecutivos de GTX pretenden que suba el valor de las acciones en los mercados de valores. Con lo cual ellos se enriquecen directamente (poseen muchas de esas acciones) e indirectamente, encareciendo el valor de la empresa ante una hipotética venta, que siempre está presente en su horizonte.

Uno de los cuadros intermedios despedidos aporta dos datos revelantes: los emolumentos del primer ejecutivo de GTX equivale a 700 veces el de un trabajador medio (“¿Trabaja 700 veces más?”, se pregunta); el año de los despidos masivos (se anuncia otra tanda de otros 5.000) ese primer ejecutivo ha aparecido en la lista del Wall Street Journal como uno de los mejores pagados (22 millones de dólares).

Pero la película no es la vida de los vencedores, sino de los perdedores de la crisis de la empresa, la mayor parte de ellos miembros de la clase media —“alimentaban a sus familias, compraron casas, mandaban a sus hijos a la universidad… era gente que sabía su valor”— que van entrando en una espiral de miedo, ansiedad y angustia cuando ven que son sustituidos, en el mejor de los casos, por otros como ellos, pero sin hijos, sin hipotecas, con sueldos mucho menores y condiciones de trabajo más leoninas.

Uno de los que finalmente se queda en la empresa, con el síndrome de culpa del superviviente del desastre a cuestas, comenta al primer ejecutivo de la compañía: “Construimos algo aquí, juntos, juntos. No fuimos ni tú ni yo, sino muchos, muchos. (…) Era buena gente”. Y este le contesta: “No violamos ninguna ley. Ahora trabajamos para el accionista”.

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