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Sol y playa

Si George Dann o algún cantarín de concurso televisivo se encargan de poner la melodía musical de cada verano, ha sido la ministra de Medio Ambiente quien ha hecho lo propio con la frase, sin música, del estío: "El turismo de sol y playa tiene los días contados". Los oráculos empresariales más renombrados del lugar y el gremio de la oposición se han lanzado en tropel ante tan desatinada adivinación, predicando la polivalencia destructiva de la señora ministra que parece haberle tomado manía a una comunidad autónoma que es un paradigma de virtud política en casi todo.

Efectivamente, el turismo de sol y playa nunca tendrá los días contados mientras existan las solitarias playas croatas bañadas por el tranquilo Adriático, mientras existan las playas vírgenes del Senegal, mientras exista Zanzíbar, mientras exista buena parte del Caribe menos maltratado por el turismo de masas, mientras el Mediterráneo turco permanezca fuera de la especulación, al igual que muchas playas tunecinas, libias, argelinas... Qué cosas tiene la señora ministra. Ahora bien, ¿el turismo de sol y playa en España vive la misma situación que disfrutaba a mediados de los noventa? Evidentemente, no. La patronal hotelera de Alicante indica que desde hace dos años la ocupación presenta un notable descenso sostenido. Un empalagoso presentador de concursos gritones, tocado con un gorrito marinero, ha traído la buena nueva de manera reiterada y desde todos los rincones: por 400 euros cualquier ciudadano puede poner la panza al sol, durante una semana, sobre las blancas arenas caribeñas.

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Seamos un poco serios, qué mente obtusa va a dilapidar sus contados ahorros vacacionales en un ciudad turística, pongamos el caso de Torrrevieja, destrozada por un urbanismo gigantista y caótico, superpoblada en verano, saturada de ruidos y polución, con unos índices de criminalidad de suburbio marginal americano; en cuya playa hay que repartir sombrillazos a primerísima hora para clavar el mástil del artilugio en sitio privilegiado, cuyas aguas por mucha bandera azul no son transparentes en el sentido que el diccionario de la RAE otorga a este adjetivo y en donde tomarse un café en alguna de sus más céntricas cafeterías cuesta la mismo, céntimo arriba, céntimo abajo, que hacerlo en la mismísima rue Rivoli.

No es necesario hacer un máster de sociología del turismo para constatar tres hechos poco discutibles a estas alturas. Primero, los intermediarios y la agencia de viajes -es el prototipo de ellos- han sido fagocitados por el mercado en Internet. Segundo, las compañías aéreas han sido fagocitadas por las compañías de bajo coste que, en combinación con lo anterior, han dinamitado el concepto de paquete turístico del que se alimentó el turismo de nuestra costa durante casi cuatro décadas. Tres: el euro, y la relación euro/libra, no hacen atractivo el turismo para el bolsillo de las clases medias europeas, natural filón o reserva de nuestro turismo. Así las cosas, el Caribe, el Mediterráneo africano o playas más lejanas y exóticas cumplen en 2004 la relación calidad-precio que en los años setenta ofreció Benidorm.

La situación se agrava en la medida que los empresarios y gestores del turismo de sol y playa se han regido durante décadas por la suicida fórmula del récord. Por estas fechas veraniegas los medios alumbraban siempre la misma noticia: nuevo récord de pernoctaciones, nuevo récord de aterrizajes en L'Altet, nuevo récord de plazas hoteleras creadas, nuevo récord de... Desde hace dos años estamos huérfanos de este flash informativo que pudo parecer imperecedero. Se acabaron los récords. Quiere esto decir que hay quien creyó que esto era simplemente la máquina sin fin y que los rascacielos de Benidorm, tacita a tacita, podrían llegar algún día hasta las puertas de Ciudad Real; y que L'Altet dejaría al Charles de Gaulle a la altura de un aeródromo de ultraligeros. Durante décadas los empresarios del sol y playa han demonizado a esos ecologistas melenudos que anteponían la protección del medio a la creación de "auténtica riqueza y puestos de trabajo" (leáse esto último con mucha tensión en las cuerdas vocales). A día de hoy vemos que esa riqueza generada en cuatro décadas y que ha enriquecido a tres generaciones de propietarios de suelo y constructores, ha enterrado en hormigón y ferralla la riqueza y el porvenir de muchas otras generaciones venideras. Curiosamente, cuando desde el sector se le han visto las orejas al lobo, una petición que se ha oído muy fuerte solicitaba inversiones a la Administración, especialmente en campañas publicitarias. Esto tiene su punto de gracia: cuando las vacas gordas, todo para nosotros, cuando las flacas, un SOS agónico al presupuesto público.

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Ante esta preocupante situación hemos constatado reacciones previsibles. Una es la típica del "oye aquí no pasa, que estamos mejor que nunca". Otras han detectado fantasmas y conspiraciones, como si asomara la urdimbre de un secreto complot contra lo nuestro: primero nos quitan el agua y ahora el turismo. También hay quien reclama ahora a buenas horas esa vago concepto de turismo cultural, como si Europa no estuviera plagada en verano de extraordinarios foros de alta cultura mientras aquí, nuestra más sonada apuesta por la cultura estival son esas mentirijillas históricas de cartón piedra en Terra Mítica.

De forma esperanzadora algunos sectores empresariales, en Baleares de manera muy significada, se han puesto a trabajar de manera más inteligente. Encendida la alarma roja, intentan no perder inútilmente un segundo más en preparar una batalla que se presenta compleja. Es decir, pónganse en marcha las moratorias urbanísticas, la eliminación física de las plazas obsoletas y la protección extrema de lo poco que ha quedado a salvo del tifón urbanizador de los ochenta y noventa.

En nuestro caso seguimos con las cortinas de humo. El consejero de Territorio y Vivienda afirma que somos un paradigma en la protección de la costa frente al urbanismo sin control y lanza una loa a los "146 kilómetros completamente libres de edificación" (sic). Desconocemos cómo transita el consejero, arriba y abajo, por la Comunidad Valenciana, pero si lo hace en coche por la autopista del Mediterráneo comprobará que al borde mismo del mar se construye en los barrios del sur de Alicante ciudad; en las calas de El Campello, de forma ostentosa casi sobre la arena en la cala Lanuza; en La Vila, con ese despropósito llamado Atrium, destinado a convertirse en el símbolo de toda una política urbanística; en Altea y pásmense hasta desmontando piedra a piedra la misma ladera de la sierra de Bernia para encajar adosados..., increíble. Con proyectos como las 33 torres de 25 alturas del plan de la Bega de Cullera nos va a faltar córnea para frotarnos los ojos. Y se puede seguir hasta que el atónito observador humedezca los pies en las escasas aguas del Sénia. Una pequeña anécdota visual, si se viaja bordeando la costa por Francia, en Italia, o no digamos ya por el norte de Europa, es harto difícil otear una grúa de construcción, por la nuestra se cuentan a decenas. En fin, el drama está a la vista de todos. Por favor, desahúme un poco los cristales.

Manuel Menéndez Alzamora es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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