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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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Ingenio para la escasez en Venezuela

La cocina de este país latinoamericano enfrenta el difícil acceso a los productos básicos y está condenada al mercado negro

Un mercado popular de Caracas.
Un mercado popular de Caracas. MIGUEL GUTIÉRREZ (EFE)

Los alumnos del Instituto Culinario y Turístico del Caribe (ICTC), la escuela que dirige el cocinero Sumito Estévez en Isla Margarita, han invertido dos meses en recorrer la isla, mover contactos, explotar influencias y agotar las reservas familiares hasta juntar los dos sacos de harina que necesitan para sus próximas clases de panadería. La historia se repite con la búsqueda de los productos imprescindibles para impartir cada asignatura. La carrera se ha convertido en una caza del tesoro que cada vez da menos frutos. Algunas materias se dictan a medias por falta de productos.

No muy lejos, la cocina del restaurante Mondeque recibe una docena de langostas. Estamos en lo mejor de la temporada y Sumito Estévez las mira con añoranza. Le gustaría servirlas con unos capelletti, pero necesitará tres semanas para conseguir harina. Casi a la misma hora, en Caracas, Carlos García acaba de retirar dos platos de la carta de Alto, el restaurante de referencia en la alta cocina venezolana. Hoy no encontraron crema de leche y deben recomponer dos postres y cambiar un plato más. La improvisación es parte de la rutina.

A tres cuadras de Alto está Amapola, un bistró que cambió la carta por una pizarra con los platos disponibles. La propietaria, Irina Pedroso, busca la forma de aguantar un mes completo antes de volver a subir los precios, mientras pelea con el mercado. Los restaurantes medios como el suyo están obligados a echarle mucha imaginación y aprovechar todo al máximo. “No es lo que quieres; es lo que hay, lo que llega y lo que puedes pagar”, sentencia.

Los restaurantes se han visto empujados a estrechar lazos con los pequeños productores y a poner en valor los productos locales

La cocina venezolana sobrevive en la escasez. Como la mayoría del país, se nutre de las colas y resiste en el apaño. Acuciada por las dificultades de acceso a los productos básicos y condenada al mercado negro, afronta momentos críticos. También destapa una extraordinaria capacidad de adaptación en medio de la adversidad.

La crisis muestra dos caras bien diferentes cuando se traslada a los restaurantes. De un lado, la carencia de efectos de primera necesidad y una inflación galopante que obliga a revisar los precios cada semana. Del otro, la puesta en valor de productos que antes pocos consideraban. De pronto, aparecen tubérculos como el mapuey o el lairén supliendo la carencia de papas, se vuelve la vista al quimbombó o se incorpora el níspero a la cocina pública. Además, los restaurantes se han visto empujados a estrechar lazos con los pequeños productores y a poner en valor los productos locales, acelerando un camino iniciado con bastante timidez —por motivos bien diferentes— hace apenas dos años.

Mientras el cocinero de provincias mira al suelo, recolectando frutos, hierbas y hortalizas silvestres, en las grandes ciudades cobran vida los huertos urbanos, que adquieren mayor importancia cada día. Algunos trabajan ya por encargo, cultivando las variedades que piden restaurantes como Alto.

Es la parte más presentable de una odisea que también se maneja entre los recovecos del mercado negro y las colas. Pueden ser de varias horas para una docena de huevos o de la noche entera por una bolsa subvencionada, como sucede en los locales de Mercal, donde se arman a las 6.30 de la tarde anterior. “Hacemos cocina de mercado… de guerra”, resume Carlos García.

Hacemos cocina de mercado… de guerra”

La escasez afecta a todo lo considerado producto básico: aceites, mantequilla, harina, leche, huevos, azúcar, sal, especias… y los artículos de limpieza. Para encontrarlos, los restaurantes de Caracas tienen lo que llaman “proveedores especiales”. Al principio ofrecían artículos sueltos, pero con el tiempo se convirtieron en suministradores oficiales de bolsas. Un restaurante como Alto puede recibir cuatro o cinco bolsas diarias, con un coste semanal cercano al de los dos camiones que cubren el resto del abastecimiento.

Desde la isla, Sumito Estévez habla con cierta envidia de su última visita a Caracas. “Allí veo lo que no hay en Margarita. Todo se consigue en el mercado negro; a precios muy altos, pero se consigue. Aquí es mucho más difícil. Hace tres meses que mi cocina no ve el aceite de oliva; antes era el único que usaba”.

La cocina no se detiene pero la crisis ha trastocado las reglas del juego, cambiando el estilo de los restaurantes. Los cocineros trabajan ahora para sobrevivir. 

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