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EL PULSO
Columna
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El peso de una cultura

La obesidad es una epidemia que produce 120.000 muertes por año y 150.000 millones de dólares de gastos médicos

Martín Caparrós

Es mediodía de jueves, frío, nubes bajas, y el clima del McDonald’s de Main Street, centro de Binghamton, es perfectamente familiar. En dos mesas en medio del salón dos madres rubias piel lechosa con sus granos rojos, joggings manchados, gordas, tratan de controlar a su recua de hijos, todos menores de diez años, todos rubios, casi todos gordos, tres muy gordos. En una mesa al lado un matrimonio de negros imponentes, treintaytantos, cachucha de los yanquis él, pañuelo rojo ella, 120 kilos cada uno para empezar a hablar, alimenta a su bebé sentado en una silla alta: gordote, salpicado, ataca los trocitos de hamburguesa como enemigos de una vida previa.

Otra mesa, una abuela muy gorda, buzo de jersey turquesa con capucha, logo de una universidad, el pelo corto rubio mal teñido, anteojos, zapatillas, come nuggets de pollo con nieto y nieta de menos de seis años, flaquitos, divertidos. En las paredes, televisores sin sonido; suena música pop de los setenta. Un muchacho de 20 o 22, pantalón negro camiseta azul y negra gorra negra, anteojitos, acné, bastante gordo, limpia las mesas y resopla. Más allá dos mujeres muy gordas casi focas, blancas tipo italiano, no muy viejas, una con dientes otra sin, hablan con un hombre de barbita candado, gorra negra, mal afeitado, gordo pero movible todavía: al fin entiendo que la mujer con dientes es la hija, la sin su madre, el señor quién sabe. En el rincón del fondo están los jóvenes: dos varones, cuatro mujeres de 16 o 17, vaqueros, camperas abombadas, voces torpes. Un varón es muy gordo, el otro no; tres chicas son bastante gordas; una –se llama Leah, después me dirá que se llama Leah– debe pesar más de cien kilos. Tiene los rasgos agradables, bien dibujados, hundidos en un mar de grasa: mejillas, párpados, papada. Leah me habla de dietas:

–Las intenté todas, y lo único que conseguí cada vez fue la misma sensación de fracaso, de que no soy capaz. ¿Usted sabe lo que es chocar tantas veces con la misma pared?

Binghamton, al norte del Estado de Nueva York, es una de las tres ciudades con más obesos de Estados Unidos: 37% de sus habitantes. Pero las cifras del país no son mucho mejores: 34,9% del total de americanos.

Es nuevo: hace 30 años no llegaban al 10%; ahora la obesidad es una epidemia que produce 120.000 muertes por año –y 150.000 millones de dólares de gastos adicionales en atención y medicina. La obesidad es una enfermedad de clase: un negro tiene 40% más de posibilidades de tenerla que un blanco. Es la obsesión más reciente de un país dado a las obsesiones nacionales.

La malnutrición de los pobres de los países subdesarrollados consiste en comer poco y no desarrollar sus cuerpos y sus mentes; la de los pobres de los países ricos consiste en comer mucha basura barata y desarrollar estos cuerpos desmedidos. No es sorprendente que sus políticos y técnicos se preocupen tanto por la obesidad; a diferencia de las demás formas de la malnutrición –que suenan africanas–, ésta sucede en sus ciudades, se paga con sus presupuestos.

Pero puede que lo más duro sea la conciencia del fracaso: no es fácil aceptar que su sociedad –la más poderosa del mundo– ha producido estas legiones de cuerpos descompuestos, que ya no pueden funcionar como personas. Esa cultura obesa, tan Simpson, tan Big Mac, tan Walmart, es el cadáver –rollizo, graso– en el ropero americano.

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