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El tesoro de Lillian Bassman

Con 80 años, quien fuera una de las máximas renovadoras en moda recobró su prestigio. Una exposición reivindica su figura

Anneliese Seubert subida a un caballo en la neoyorquina Times Square.
Anneliese Seubert subida a un caballo en la neoyorquina Times Square.Lillian Bassman

La foto que ve usted aquí pudo no haber sido nunca. Se tomó en 1997 para The New York Times Magazine. Su autora, Lillian Bassman, solicitó un caballo blanco, paralizó Times Square y eclipsó su explosión de luces con una producción de moda como salida de un sueño. Por entonces podía pedir lo que quisiera. Tenía 80 años y se había convertido en superestrella por sorpresa tras el objetivo. Una condición que en otro tiempo habría rechazado para sí misma, pero que asumía con su carácter relajado y sereno. Apenas un lustro antes nadie habría atendido sus requisitos. Su carrera entera había quedado enterrada en un par de bolsas de basura carcomidas por la humedad en un trastero. Las llenó ella misma. Cientos de negativos y copias que habían poblado las páginas de Harper’s Bazaar entre finales de los cuarenta y principios de los sesenta. Cuando el movimiento mod derrocó el viejo sistema con modelos aniñadas que posaban con maneras de rockstar, supo que había llegado el momento de irse. Se retiró en silencio, del mismo modo en que había llegado.

Fue su amigo el historiador y comisario artístico Martin Harrison quien forzó su resurrección. Las bolsas habían aparecido después de que la fotógrafa y su marido, el también fotógrafo Paul Himmel, decidieran limpiar esa antigua cochera bajo su piso del Upper East Side para alquilársela a la pintora Helen Frankenthaler. Lo recuerda la hija de la pareja, Lizzie Himmel. “Mi padre había sido más radical que mi madre. Ambos se desencantaron en la misma época de la fotografía profesional, pero él sí que cogió dos cubos de basura y, literalmente, destruyó dentro de ellos casi toda su obra. Ella se limitó a abandonarla para centrarse en proyectos más personales”. En uno de sus viajes desde Londres, Harrison, que se quedaba en su casa, se topó con aquellas joyas palpitando en un rincón. “Lillian”, le dijo, “deberías recuperar tus viejas fotos”.

Ella hizo como que no había oído nada. Pero volvió con ellas al cuarto oscuro. Y puso a trabajar su alquimia. A hacer con las copias finales lo que Carmel Snow, la temida editora de Harper’s Bazaar, le había prohibido en los años cuarenta. A ahumar la lente de la ampliadora, exponerlas selectivamente, pincelarlas con ácidos… A subrayar ese aire onírico, etéreo, casi místico que descubrió de adolescente en las pinturas de El Greco, una de sus luminarias. Harrison promovió sus primeras exhibiciones en Nueva York y en Europa. Pronto surgió todo un movimiento reivindicándola. “Su técnica y espíritu es lo que yo quiero para mi propio proceso creativo cuando hago vestidos”, reclamaba John Galliano. “Fue uno de los primeros fotógrafos en pintar directamente sobre la copia para otorgar una nueva dimensión a la imagen”, ensalzaba Paul Smith.

Bassman falleció hace dos años, a los 94. Hoy, su hija Lizzie ha dejado de lado su propia carrera como fotógrafa para centrarse en ordenar, preservar y administrar su archivo (y lo que queda del de su padre, muerto también en 2009). Le gustaría montar con todo ello un centro fotográfico. “Mi madre no quería una fundación como la de Richard Avedon, no se consideraba lo suficientemente grande o importante. Pero mi hermano [el editor literario Eric Himmel] y yo pensamos que debería pertenecer a alguna institución docente, que la gente pueda estudiar las inventivas técnicas con las que trabajaba en el laboratorio”. Veintiséis de sus fotografías viajarán a la tienda Loewe de la calle de Serrano de Madrid entre el 30 de mayo y el 31 de agosto, en una exposición enmarcada en PhotoEspaña y comisariada por María Millán (en septiembre irán a Barcelona). Esta creadora ya pasó por el festival en 2002, en una colectiva. Quienes estuvieran en aquella inauguración la recordarán por pasear del brazo de la reina Sofía explicándole su trabajo en voz baja, con su habitual tono sosegado.

No siempre fue así. Como ha recordado su amigo Harrison, “Lillian ha jugado al póquer, bebido, fumado y bailado el lindy hop en Harlem”. Quería ser bailarina, pero una lesión temprana frustró ese sueño. Descendiente de inmigrantes judíos rusos, encarnó a esa creciente clase media que saltó de Brooklyn a Greenwich Village. Eran bohemios. Contaba que ella y su hermana dormían “en colchones sobre el suelo cubiertos por telas africanas. Tan solo se nos exigían dos cosas: que plancháramos nuestros uniformes y que nos laváramos el pelo los sábados. Por lo demás, éramos libres como pájaros”. Su madre trabajaba los veranos en una casa de huéspedes en Coney Island. En una de esas excursiones playeras conoció al que sería su futuro marido, Paul Himmel, hijo de inmigrantes ucranios. Ella tenía seis años; él, nueve. A los 15 convenció a sus padres para que les dejaran vivir en pareja. Su matrimonio duraría 73 años.

“Lillian Bassman hizo visible ese desgarrador espacio invisible entre la apariencia y la desaparición de las cosas”, dijo de ella su amigo Avedon

Juntos aprovechaban las entradas gratuitas a museos. “Pasé mi vida en exposiciones estudiando a los maestros clásicos de distintos periodos”, recordaría en una de sus últimas entrevistas. “El concepto de elegancia se retrotrae a esas primeras pinturas. Cuellos largos. La posición de la cabeza. Cómo funcionan los dedos posados sobre los tejidos. Todo eso está en mi bagaje pictórico”. Él estudió en la universidad (y finalmente, cuando desdeñó seguir siendo fotógrafo, acabaría ejerciendo de psicoterapeuta); ella, optó por el diseño textil. Hacía de modelo a tiempo parcial (“era la mejor manera de ganar 50 centavos en esa época”) para los artistas empleados por la Works Progress Administration, el programa que daba trabajo a los desempleados durante la Gran Depresión; así se pagaba las clases nocturnas de ilustración de moda. Sería fichada por el exigente director de arte de Harper’s Bazaar. “Hizo en cada momento lo que quería”, rememora su hija. “Solía decir: ‘No entiendo el feminismo’. Porque ella nunca tuvo ningún problema. Siempre se habla de que el mundo de la moda está dominado por hombres, pero conviene recordar que aquel célebre editor, Alexey Brodovitch, en realidad, era el único en una redacción llena de mujeres”.

Brodovitch, también hijo de inmigrantes rusos, supo ver el diamante sin pulir en Lillian Bassman. Hasta el extremo de que la convirtió en su primera asistente pagada cuando vio que volaba a la firma cosmética Eliza­beth Arden en busca de un trabajo remunerado.

A mediados de los cuarenta, la puso al frente de la dirección artística de Harper’s Junior, una de las primeras revistas de moda de la historia dirigidas específicamente a las adolescentes. Repartía instrucciones tan específicas a los encargados del laboratorio –“oscurece aquí”, “difumina allá”– que a menudo se encontraba con la misma respuesta: “¿Por qué no lo haces tú misma?”. En las horas del almuerzo, comenzó a colarse en el cuarto oscuro para trabajar personalmente las copias de George Hoyningen-Huene, su retratista estrella, que terminaría trabajando en Hollywood para George Cukor. Mientras, fichaba a una nueva generación que lo significaría todo: Richard Avedon, Robert Frank, Arnold Newman. Avedon, que evolucionaría a fotógrafo de cabecera en Harper’s Bazaar, fue también el responsable de que se animase a empezar a tomar sus propias fotos. En 1947, cuando se marchó a documentar las pasarelas de París, le dejó el estudio que se acababa de montar, equipo y asistentes incluidos. Sería de los primeros en piropearla públicamente: “Lillian hizo visible ese desgarrador espacio invisible entre la apariencia y la desaparición de las cosas”. A la vuelta de los desfiles, se encontró con que su futura íntima amiga ya se había hecho con su primer contrato como fotógrafa publicitaria. Estamos hablando de la era de Mad men, en que cuando una agencia te fichaba podías hacer cualquier cosa. Productos para niños, comida, licores, cigarrillos, cosmética, lencería.

Bassman lo hizo todo, pero fue con esto último con lo que dio un vuelco a su carrera. Por entonces, las campañas de ropa interior femenina consistían en imágenes de robustas mujeres de mediana edad con la cabeza cortada y evidentemente incómodas embutidas en fajas antiergonómicas. Bassman reclamó a las mismas modelos que hacían modas, para susto de la agente Eileen Ford, que le rogó que siguiera preservando el anonimato de sus chicas oscureciendo los rostros. Consigna que no hizo sino realzar el misterio y la naturaleza onírica y sensual de las creaciones de Bassman.

En realidad, solía presumir de que ser mujer le había dado cierta ventaja como fotógrafa. “Había una energía sexual muy diferente cuando las modelos trabajaban con hombres. Sentían el deber de seducirles, estaban posando para ellos. Y conmigo no. Yo las fotografiaba relajadas, naturales, les hablaba y les preguntaba por sus maridos, sus amantes, sus hijos, hasta que el resto del mundo se desvanecía, incluso yo misma, y solo quedaban ellas ante la cámara”. De hecho, antes de que la modelo se desnudara, Lillian enviaba a su asistente –hombre– a tomarse un café al bar de la esquina… y le pedía que no volviera hasta el final de la sesión. Acabaría desarrollando una amistad cercana con las top de la época: Barbara Mullen (lo más parecido que tuvo a una musa), Dovima, Lisa Fonssagrives o Suzy Parker.

El cambio de guardia precipitó su retiro. Lo dijo bien claro a The New York Times: “Yo ya no era la estrella. Lo era la modelo, lo era el peluquero, lo era el maquillador. Habían tomado ellos el mando. Y me estaba volviendo loca. Me sentaba a un lado y contemplaba toda esta performance hasta que me aburrí”. En privado, dio a su hija una explicación aún más contundente: “Mi madre era lo menos starfucker [expresión para referirse a las personas que buscan rodearse de gente famosa o poderosa a toda costa] del mundo. No le interesaba nada ese ambiente. Incluso cuando sacaba fotos le gustaba crear una atmósfera lo más íntima posible y evitaba que la gente se quedara a pasar el rato en el estudio una vez terminada la sesión. Y le molestaba, particularmente, el fenómeno de las modelos jovencitas.

Ella estaba acostumbrada a fotografiar a mujeres trabajadoras y que habían adquirido una seguridad en sí mismas. Y de repente se topó con todo esto. Me decía, ‘¿por qué poner un vestido de 6.000 dólares a una niña de 12 años y tratar de que aparente 24?’. No tenía la energía ni le hacía la suficiente gracia como para soportarlo”. Ella misma resultaba poco domable. Su tendencia arty le valió alguna que otra bronca con Carmel Snow, su directora. Cuando la envió a cubrir las colecciones de París, en 1949, fotografió a Barbara Mullen a contraluz provocando un efecto mágico con las transparencias de su vestido de chifón. Un homenaje a uno de los fotógrafos de moda primigenios que tanto la habían influido, Adolph de Meyer, que se topó con la árida respuesta de Snow: “No te he traído a París para que te dediques a hacer arte, sino para que saques botones y lazos”. Quizás por eso se escoró tanto a la abstracción en sus años perdidos. En los setenta y ochenta, se consagró a series peculiares. Capturó en detalle grietas en el asfalto. “Es algo que siempre le fascinó”, dice su hija.

“A lo mejor estaba retratando a una modelo en la calle para una moda, bajaba la mirada un segundo y ahí estaba, la grieta. Y pensaba: ‘Tengo que fotografiar esto algún día’. Fue muy concienzuda con estas series, anotaba los lugares exactos donde las hizo en los bordes del negativo y conservaba cuadernos con datos tan concretos como su tamaño, el día, la hora…”. También desarrolló series deformando a lo Francis Bacon cuerpos de culturistas. En 2002, cuando su triunfal regreso la tenía trabajando de nuevo para Vogue, hizo una exposición con estas últimas en Nueva York. Ella misma lo recordaba: “Todo el mundo vino superemocionado. Y una vez que las veían, me decían: ‘Pero… no es moda’. No vendí ni una”. Y algo hace pensar que su espíritu de antiestrella afloraba con orgullo al contarlo.

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