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La magia de recorrer una serpiente amarilla

Una guía literaria y fotográfica para entender la magia de la costa peruana, de norte a sur, de ida y vuelta, en un imposible círculo lineal

Fan de La Roja y vegano rueda hacia el museo del juguete
Fan de La Roja y vegano rueda hacia el museo del jugueteJordi Adrià

Entre el Océano Pacífico y los Andes hay una larga franja de tierra que los niños peruanos acostumbran a pintar de amarillo en sus mapas escolares. El sol siempre brilla en los cuadernos. Aunque, en realidad, las arenas pardas o grises de la costa del Perú sean producto del asalto constante del mar y del clima. Asedios que quienes somos de allá hemos domesticado a lo largo de dos mil kilómetros de playas y desiertos, de bosques secos y manglares.

Punto de partida ineludible, Lima –la capital a la que Herman Melville describió una vez como “la sin lágrimas” por la tenaz ausencia de lluvias– es el epicentro absoluto, esa convergencia de la que a menudo queremos escapar. A veces al norte, a veces al sur, siempre en busca del sol que nos esquiva. Alfredo Bryce Echenique, gran bebedor oceánico, probablemente imaginó gran parte de su obra acodado en la barra del bar inglés, en el exclusivo Country Club de Lima. Excelente pisco. El caso es que si uno relee esa tiernísima elegía a los fantasmas coloniales, ese mapa de castas que es su extraordinaria Un mundo para Julius, apenas puede creer que la novela tenga esos más de cuarenta años. Parece que fue escrita hace dos semanas en el mismo ambiente palaciego y a la vez febril del distrito financiero de San Isidro, donde camadas de jóvenes ejecutivos y empleados bancarios devoran menús delicatessen en los restaurantes caros de la avenida Conquistadores.

Teoría: un estudio psicogeográfico de Lima haría la delicias del mismísimo Guy Debord. Somos gente de agua. El carácter entre melancólico y exaltado —a menudo caótico— que nos imponen estas calles parece apaciguarse con la neblina que barre la ciudad casi cada tarde. Pero no hay nada adormecido en Lima. La crisis europea queda lejos, y esta metrópolis de más de ocho millones de habitantes atraviesa el que es, al parecer, su mejor momento económico en décadas. Burbujas que, ay, pueden ser pinchadas, pero que ni por un segundo nos hacen pensar en bajarnos de la ola.

Escarabajo aparcado frente al único edificio con el que sus colores combinan
Escarabajo aparcado frente al único edificio con el que sus colores combinanJordi Adrià

Pegado al mar está Miraflores, lleno de nuevas salas de teatro –otro pequeño boom con aspiraciones– y centros comerciales. Allí es posible cenar en restaurantes de primer nivel, perderse en callecitas salidas de las novelas de Vargas Llosa o pasear entre gatos y vendedores de antiguallas en el Parque Kennedy. Al otro lado del malecón está Barranco, barrio nocturno por excelencia –mezcla imposible de Gracia y Lavapiés– en el que uno puede tomarse una cerveza en bares atestados de artis –versión limeña de hipsters–, o en sitios como el tradicional Bar Juanito, frecuentado por la bohemia limeña.

Pero San Isidro, Miraflores o Barranco son apenas las caras más visibles de una urbe que esconde en cada barrio un huarique: secretos templos culinarios en los que se adoran potajes tan diversos como la causa –hecha a base de patata prensada y rellena de aguacate y pollo–, el tradicional ceviche, o la originalísima fusión de sabores chinos y peruanos conocida como chifa. Verdaderas capillas de esa religión pantagruélica y pagana que es la comida peruana para los peruanos, y que en los últimos cinco años se ha posicionado en el mundo con inusual eficacia.

Costa de ida y vuelta

Si nos caemos durante tres horas hacia el sur, atravesando humildes pueblos de pescadores –imprescindible hacer un alto en el Restaurante De La Tía Fela, en la caleta de Pisco, un típico chiringuito en el que se puede disfrutar de riquísimas conchas (vieiras) negras– y bahías con hoteles de lujo y reservas naturales repletas de lobos marinos, nos encontramos con un oasis en medio del desierto de Ica.

El mercado del barrio de Surquillo no tiene nada que envidiar a La Boquería o al Mercado de San Miguel. Es el lugar de moda para departir con los amigos mientras se apuran las compras
El mercado del barrio de Surquillo no tiene nada que envidiar a La Boquería o al Mercado de San Miguel. Es el lugar de moda para departir con los amigos mientras se apuran las comprasJordi Adrià

Triste destino el del ejercicio del llanto reservado a las doncellas. Cuenta la leyenda que la bella Huacca China se enamoró de un joven guerrero que partió a la batalla y, como era previsible, murió. Quedó tan devastada la doncella que le lloró al punto de que sus lágrimas crearon la laguna hoy conocida como Huacachina, lugar de peregrinación para cualquier jinete de la arena y adicto a los deportes extremos que se precie. Sitio, además, de brujas y curanderos mercachifles. Altamente recomendable. Las cercanas Líneas de Nazca, además, pueden darle al viajero una perspectiva (aérea, eso sí) de lo realmente pequeñas que son nuestras diferencias cuando se trata de hablarle a los dioses.

Para ir al norte, el visitante suele recuperar fuerzas en Lima, y luego emprender otra vez el camino serpenteando por carreteras imposibles o volando directamente los 575 kilómetros que separan la capital de la ciudad de Trujillo, llamada así en recuerdo de la tierra natal de Pizarro, quien antes de reinventarse en conquistador fue criador de cerdos en esta villa extremeña.

Cuna de culturas precolombinas como la Moche o la Chimú –cuyos vestigios pueden verse todavía en las huacas (sitios sagrados) del Sol y de la Luna, o en la ciudadela de Chan Chan–, la capital del norte ofrece al visitante otra estampa digna de postal: el balneario de Huanchaco, salpicado de pequeñas barcas hechas de un junco al que llamamos totora, que conviven en la arena con las tablas de los surfistas venidos de todas las partes del mundo.

Y uno puede perderse más al norte aún, en las playas de Máncora o Punta Sal –se parecen tanto a su postal–, antes de volver por el mismo corredor de arena hacia la urbe. Todo es un viaje de ida y vuelta en la costa del Perú, serpiente amarilla que hierve, imposible círculo lineal.

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