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Tribuna
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Una reforma que no alumbra el futuro

La nueva norma eléctrica no incentiva las inversiones ni mejora el mercado

Por fin hemos conocido la reforma eléctrica del Gobierno. Ha sido ratificada en el Parlamento cuatro días después de ser aprobada por el Consejo de Ministros, antes de que apenas hayamos tenido tiempo de leerla, mucho menos de analizar sus implicaciones. Una circunstancia inaudita en una democracia avanzada.

Escribí aquí mismo (Luz entre tinieblas, EL PAÍS, 13-6-2013) sobre la calidad de nuestras instituciones a la luz de la opacidad y la arbitrariedad de las decisiones regulatorias en el sector eléctrico, casi todas tan urgentes como contradictorias. Parece oportuno hacer algunas consideraciones sobre la nueva regulación.

Su procedimiento de elaboración es relevante para legitimar su resultado, pero sobre todo es clave para que funcionen las señales de alerta ante las consecuencias de decisiones no suficientemente reflexionadas y contrastadas. Esta vez el Gobierno decidió desconectar las balizas de alerta para, se supone, evitar presiones de los grupos de interés, aunque parece que trataba de tomar decisiones opacas para que nadie pudiera esquivar el golpe.

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Hay dos criterios para juzgar el contenido de las decisiones regulatorias. El primero se refiere a cómo se reparte el esfuerzo del ajuste del desequilibrio entre ingresos y costes entre todos los sectores concernidos, y sus consecuencias para el funcionamiento eficiente del sector eléctrico, para la competitividad de la industria y la factura eléctrica de las familias, y para la confianza en el marco jurídico en el que se deben desarrollar las inversiones. El segundo se refiere a cuáles son las señales económicas, los incentivos a la inversión que proporciona a futuro el nuevo marco regulatorio y su modelo de competencia para asegurar que se cumplen los objetivos a medio y largo plazo de tener un sistema energético competitivo, seguro y más libre de CO2.

La retroactividad
aplicada a las energías
renovables quiebra
la seguridad jurídica

Pero primero hay que saber hacia dónde queremos caminar a medio y largo plazo, con qué mix de generación, con qué nivel de emisiones, cómo se valora la seguridad de suministro y se asegura la competitividad de las empresas. Ni una sola palabra encontramos sobre ello. Por eso, hay que juzgar las decisiones sin referencia de futuro, y aun así se pueden extraer consideraciones relevantes.

En primer lugar, sorprende el criterio de retroactividad aplicado a las renovables para reducir de nuevo su retribución. Que un Gobierno pueda decidir hoy, unilateralmente, para una instalación que lleva 5, 10 o 15 años de funcionamiento, a qué coste debiera haberse realizado la inversión, con qué coste haberse operado y mantenido, qué rentabilidad razonable debiera haber obtenido si sus costes hubieran sido los que ahora dice el Gobierno que debían haber sido, y rehacer con esos criterios las cuentas desde la puesta en funcionamiento para ajustar sus ingresos futuros, pone en solfa la seguridad jurídica de todas las actividades reguladas.

Cuesta creer que ese criterio de retroactividad supere los arbitrajes internacionales y el filtro del Tribunal Supremo. Porque, si lo hiciere, se abriría una vía legal para que este Gobierno, o cualquier otro en el futuro, pudiera decidir el coste al que debieran haberse construido, operado y mantenido desde su puesta en funcionamiento todas las infraestructuras y equipamientos regulados de las últimas décadas: autopistas, redes energéticas y de telecomunicaciones, concesiones hidrográficas e hidroeléctricas, centrales nucleares; así como la rentabilidad razonable que debieran haber obtenido, y solicitar la devolución del exceso, o deducírselo de los ingresos futuros revisando precios, primas, tarifas, peajes o cánones.

Porque no estamos hablando de que en un determinado momento un Gobierno pueda decidir cuál es la rentabilidad adecuada que esos activos deban tener en el futuro, atendiendo al cambio en el contexto económico y financiero, sino de la que debe reconocérseles para los años que llevan de funcionamiento, al margen del marco retributivo con el que esas inversiones se realizaron. Además, esa rentabilidad establecida no cubre el coste de capital de una actividad con el riesgo tecnológico y regulatorio que en nuestro país tienen las renovables. Cuesta creer que una decisión de esta envergadura haya pasado los filtros del Gobierno y de la Administración y solo podría explicarse si, como parece, muy pocos han conocido los textos antes de su publicación en el BOE.

En todo caso, si se opta por hacerlo así para las renovables, con mayor razón debiera haberse planteado para todas las centrales construidas antes de la liberalización de 1998, porque ya tenían unos costes de inversión, operación y mantenimiento y una tasa de retribución financiera reconocidas; y no se trataría de imponer retroactivamente una nueva regulación, sino de devolverlas a los criterios que tenían reconocidos, teniendo en cuenta además los Costes de transición a la competencia que ya han percibido.

La reforma agrava el
problema de competitividad
de las empresas y aumenta
la factura de las familias

La decisión sobre las renovables viene acompañada de un recorte en la rentabilidad de las redes de transporte y distribución que va a paralizar por completo las actividades de renovación y mejora, fundamentales incluso en periodos de exceso de capacidad, para dotarlas de sistemas inteligentes que permitan avanzar en el desarrollo de la generación intermitente distribuida y en la contribución de la demanda, incluida la recarga de los vehículos eléctricos, al equilibrio del sistema.

La propuesta, además, agrava el problema de competitividad de las empresas y la factura de las familias con subidas adicionales de los peajes. En este sentido, es criticable la subida del término de potencia y el descenso del término de energía de los peajes, que van a notar en su factura millones de consumidores. La dirección es la correcta, pero hubiera sido deseable esperar a que la CNE culminara el buen trabajo que ha venido realizando sobre los criterios de asignación de los costes de transporte y distribución.

También es preocupante la nueva propuesta sobre interrumpibilidad que, con la loable intención de avanzar en su configuración como un servicio de ajuste a prestar en competencia, se traduce, para tres o cuatro grandes consumidores, en un sistema privilegiado que incentiva la colusión en su beneficio, y para los demás consumidores industriales en un sistema discriminatorio, lleno de incertidumbre, con unos requisitos que van a expulsar a muchos de sus destinatarios y a reducir la retribución por el servicio, lo que agravará su factura eléctrica, ya superior a la de sus competidores europeos.

Por otra parte, desde la perspectiva de los incentivos económicos para favorecer las inversiones que el sistema eléctrico necesite, la propuesta no puede ser más desalentadora. Es verdad que, como la reforma no fija hacia dónde vamos, y puesto que existe un exceso de capacidad que hace innecesarias inversiones significativas en nueva generación en los próximos años, lo que ahora se decida probablemente sea irrelevante. Quizá por ello, el anteproyecto de ley del sistema eléctrico resulta banal, incluso prescindible, porque no reforma el mercado eléctrico y se limita a refundir en un solo texto los martillazos regulatorios de los últimos 15 años, con algunas pinceladas de inquina para con las energías renovables y el autoconsumo.

En definitiva, no parece que este modelo sirva para orientar el nuevo ciclo inversor ni para equilibrar los intereses de productores y consumidores. No permitirá nueva generación renovable (excepto en Canarias donde se opta por un modelo diferente), ni desarrollos de las redes de transporte y distribución porque la rentabilidad propuesta no cubre el coste de capital. Tampoco asegura los incentivos a la inversión en potencia firme de respaldo de la variabilidad renovable. Y será difícil atraer a nuevos inversores, preocupados o escarmentados por la inseguridad jurídica en España. Quizá el Gobierno haya pensado que otro Gobierno enmendará esta situación cuando las inversiones sean más urgentes, pero lo cierto es que ha renunciado a proponer una mirada compartida a nuestro futuro energético. Lo que no deja de ser, una vez más, otra oportunidad perdida.

Luis Atienza Serna ha sido presidente de Red Eléctrica de España.

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