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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El negocio de las estrellas Michelin

No conviene olvidar que el modelo no tiene bases financieras sólidas

Allá por los años 60 los españoles eran emigrantes que soñaban con abrir un bar. El ciclo vital de los jóvenes se interrumpía (a la fuerza, en España el destino laboral era incierto) para viajar a Alemania, volver con el dinero penosamente ahorrado y montar un local para servir vinos, pinchos de tortilla y los 2.000 tipos de café que se consumen en España. El cálculo del proyecto empresarial era fácil: coste de alquilar un espacio a pie de calle, más el coste de obra para montar una barra, más los suministros (vino, licor, cerveza etc). Coste de mano de obra, cero, porque para eso ya estaban el emigrante retornado, su mujer y hasta su parentela en diversos grados. Pequeños desembolsos iniciales para tasas y arbitrios y ya estaba el negocio en marcha. La tasa de mortalidad en el universo cafeteril así creado era muy elevada, pero el propietario entretenía sus afanes a la espera de encontrar un puesto de trabajo y, con el paso del tiempo, si el bar sobrevivía se convertía en segunda opción. En el imaginario inconsciente del español se mantiene una atracción atávica por el bar (un bar por cada 175 personas) y una inclinación irrefrenable hacia el comer fuera que funcionan como fuente de demanda.

Cincuenta años después, hay variaciones en el paisaje de la restauración. Hay muchos bares, sí, pero el desarrollo económico se ha orientado hacia la gastronomía. La iniciativa empresarial busca beneficios en la alta y media cocina, porque en ese medio siglo ha surgido el star system de las estrellas Michelin (los cocineros españoles tienen muchas y la cocina española está calificada entre las primeras del mundo), el estrellato permite extraer más plusvalía de la elaboración culinaria y los platos  a 200 euros atraen la inversión. Con todo lo que hay de trampantojo, la restauración española se ha convertido en una máquina eficaz de extracción de rentas. ¿A quién? Pues a los turistas, sean nacionales o extranjeros, en primer lugar. La explosión del turismo ha estimulado una demanda gastronómica variopinta, que va desde el chigre donde se dispensan paellas con colorantes a bajo precio hasta los templos gastronómicos de más calidad. Los nombres de Berasategui, Adriá, Subijana, Adúriz o el Celler de Can Roca compiten con los de los futbolistas de élite. La multiplicación desaforada de los programas gastronómicos en televisión nos informa además de que el fenómeno se soporta en una fiebre colectiva que garantiza un flujo sostenido de atención y consumo.

Como en toda excitación económica, el problema radica en determinar si existe una burbuja (quizá un exceso de oferta no soportado por una demanda estable en los estratos más altos de precios) o existe una infraestructura empresarial sólida detrás del empuje gastronómico. Es difícil precisarlo. Los efectos de la crisis de 2008 sobre el mercado gastronómico parecen sugerir que sí. Un examen económico detallado de la estructura de los grandes restaurantes confirmaría probablemente la opinión de que buena parte de la superestructura gastronómica de alto standing está soportada por condiciones financieras endebles, impagos frecuentes, salarios bajos -no en todos los casos, por supuesto- y una cierta desconexión entre la ambición creativa y los costes de producción. El fin de la recesión está suponiendo un alivio (era ya un lugar común medir la profundidad de la crisis por las mesas vacías y por las lamentaciones de los propietarios) y probablemente los resultados mejorarán en los próximos años. Pero no conviene olvidar que el modelo de negocio no tiene bases financieras sólidas; depende tanto del turismo y de la prosperidad relativa que cualquier amago de contracción económica suele producir daños desproporcionados. Ese es el nudo que debe desatarse.

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