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Tribuna
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¡Progresistas, a las trincheras!

La indignación no es una política alternativa: hay que incluir a los perdedores de la globalización

Antón Costas
Rafael Ricoy

¿Por qué las revueltas populares que ha traído el malestar contra la globalización y la gestión de la crisis están beneficiando a los partidos de extrema derecha y no a los partidos progresistas, ya sean de signo liberal o socialdemócrata, ni a los de izquierda radical? Ha sido así en todos los países, excepto en el caso de Grecia, Portugal y, en menor medida, en España. Pero en estos casos el apoyo a formaciones de izquierda radical ha sido el resultado del malestar contra la austeridad y los recortes de gastos sociales.

Una respuesta a esta cuestión es que los partidos liberales y socialdemócratas no tenían nada que ofrecer frente a ese malestar social. Es decir, no contaban con ningún programa para reformar la globalización y el capitalismo que fuese atractivo políticamente y capaz de ganar el apoyo electoral de los desencantados con la globalización.

Pero ¿cómo explicar esta indigencia político-ideológica de los liberal-socialdemócratas? Posiblemente porque quedaron cautivos y obnubilados por un relato dogmáticamente optimista sobre los beneficios de la globalización financiera y comercial que habían construido a partir de la segunda mitad de los ochenta. Cuando esa globalización sin controles comenzó a mostrar que ocasionaba perdedores que quedaban en la cuneta, ese cosmopolitismo dogmático los cegó para advertir ese lado incómodo.

Lo sorprendente es que este relato dogmático sobre los beneficios de la globalización financiera y del capitalismo global fue elaborado por los propios partidos progresistas, y no por los conservadores y defensores radicales del sistema de libre empresa como cabría esperar. Fueron especialmente los socialistas franceses y la "tercera vía" del laborismo británico los que lo construyeron.

Después del fracaso del keynesianismo fuera de tiempo de François Mitterrand a principios de los años ochenta, la reacción de los socialistas franceses —que estaban al frente de la Unión Europea y del FMI y de la OMC— fue codificar la globalización. Definieron la "modernización económica" como la adopción de la libertad de circulación de capitales. Todo país que quería integrarse en la Comunidad Europea tenía que comprometerse a adoptar la libertad total de movimientos de capitales.

Ese fue el caso de España en los años ochenta. Influenciados por el fracaso francés, el Gobierno de Felipe González adoptó la libertad absoluta de movimiento de capitales aún antes del plazo que había negociado en el acuerdo de integración en la CEE. Sus efectos fueron duros para la industria.

No encuentro una buena explicación para este comportamiento. Quizá, como ha sugerido el economista de la Universidad de Harvard Dani Rodrik, los franceses pensaron que la codificación de la globalización financiera era una forma de evitar que dominaran los intereses de Alemania. O de Estados Unidos, en el caso de los laboristas británicos.

Posiblemente las deficiencias en el diseño del euro tienen mucho que ver con esta tensión entre Francia y Alemania. Pero esta es otra historia.

El hecho es que el populismo actual es el reverso del péndulo contra el cosmopolitismo anterior. Los progresistas no tienen respuesta frente al malestar contra la globalización financiera y el capitalismo corporativo que alimenta las revueltas populares. Esa indigencia política hace que la respuesta a las conductas y políticas de los nuevos populistas autoritarios y megalómanos como Donald Trump sea únicamente la indignación moral. Pero la indignación da para lo que da. No es una política alternativa.

Si los progresistas quieren tener algún papel en el rediseño del orden económico, social y político, han de ser capaces de formular un programa de reforma atractivo para aquellos que se ven como perdedores de la etapa de globalización cosmopolita. El vínculo entre capitalismo y progreso social que tan bien funcionó en las tres décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial se ha roto durante la fase de globalización y de capitalismo desregulado que ha dominado la escena desde la caída del muro de Berlín. El cosmopolitismo apátrida es hoy el terreno de los canallas. De aquellos que sintiéndose ciudadanos del mundo se desen­tienden de la responsabilidad que tienen con sus conciudadanos.

Muchas personas en nuestras sociedades han perdido la fe en el progreso. Restaurarla es el gran reto del siglo XXI. El "America first" de Donald Trump, o de líderes conservadores como la británica Theresa May, ofrece el camino del proteccionismo, el nacionalismo y el nativismo como vía para construir un nuevo contrato social. Los progresistas deben formular una alternativa que reconcilie una globalización razonable (y, en el caso europeo, una integración razonable) y un capitalismo civilizado con el progreso social y la democracia.

La batalla política hoy es una lucha de ideas sobre cómo construir un nuevo contrato social para el siglo XXI. Por lo tanto, hay que ponerse a la tarea: ¡Progresistas, a las trincheras!

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