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Arte, protesta y marcas: la mirada disidente de la ‘contrapublicidad’

Creadores plásticos y activistas critican con eslóganes a las grandes corporaciones y a sus anuncios

Miguel Ángel García Vega
Grafiti del británico Bansky.
Grafiti del británico Bansky.

El arte, el bueno, ese que rasca la piel y la conciencia, es un acto de resistencia. Frente a la pereza mental, los abusos de los oligarcas o la mirada empaquetada. Aquella que se atrinchera en los lugares comunes. La publicidad, la buena, esa que va más allá de loar las excelencias de un producto ignorando el tiempo y las circunstancias en los que viven sus destinatarios, es una expresión cultural plena cuando propone la ironía, la sutileza o la sorpresa para liberarse de los lugares comunes. Y cuando ambos espacios colisionan se produce un fogonazo de talento. En 1970 el artista brasileño Cildo Meireles retiró de la circulación decenas de botellas vacías de Coca-Cola, les imprimió la frase “Yankees Go Home” y las mandó de vuelta a la línea de montaje para que las rellenaran de refresco. Inserções em circuitos ideológicos: Projeto Coca-Cola (Inserción en circuitos ideológicos: Proyecto Coca-Cola) demostraba la poderosa fuerza de denuncia que abrigan las ideas sencillas y brillantes cuando se expanden sobre una marca universal.

Otro grande, el británico Richard Hamilton (1922-2011), denunció el uso de la mujer en la publicidad cómo un objeto de consumo y halló en los anuncios metálicos de Ricard que veía en los muros de Cadaqués a finales de los años setenta un fértil material artístico. En todos estos objetos interviene el azar. “Tanto en el arte pop como en el dadá y también en el surrealismo, la casualidad es parte importante en la génesis de una obra. Por lo que un billete de autobús, la modelo protagonista de un anuncio de aspiradoras o un monitor de televisión de última generación son susceptibles de ser los temas de trabajo de estos movimientos”, desgrana Teresa Millet, comisaria del Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM). “Este azar está dentro de su mundo visual, de las nuevas imágenes que en estos años se generan por millones y que la publicidad propicia”.

Simbiosis

'Bienvenidos', de Rogelio López Cuenca (1998).
'Bienvenidos', de Rogelio López Cuenca (1998).

Esa simbiosis entre arte, publicidad y grandes marcas comerciales es una relación compleja. Hay creadores, como Cildo Meireles, que nadan a contracorriente y los hay también que se dejan arrastrar. Murakami, Jeff Koons o ­Isaac Julien, entre otros, han trabajado por cifras millonarias para Louis Vuitton, Dom Pérignon o Rolls-Royce, respectivamente. Marcas de lujo con publicidad de lujo. “Esto, en parte, se explica porque son creadores cuya venta también es de lujo. Trabajan con supergalerías y sus coleccionistas son a las vez clientes de esas enseñas exclusivas”, reflexiona Petra Joos, comisaria del Museo Guggen­heim Bilbao. Estas compañías resultan peligrosas para algunos. “El problema llega cuando el arte se parece a la publicidad”, advierte Manuel Segade, director del Centro de Arte Dos de Mayo de Madrid (CA2M). Pero ese es un espejo difícil de evitar si pensamos que el mercado de la creación plástica maneja 60.000 millones de euros al año y que el dinero se ha convertido en su sistema métrico decimal. Una inercia que se complica aún más en un tiempo que borra los límites entre disciplinas. “La frontera entre un videoclip publicitario o una pieza de videoarte está muy diluida. Unos se nutren de otros”, observa Nekane Aramburu, directora del museo mallorquín Es Baluard.

Esa ceremonia de la confusión no resulta nueva, ya estaba en la esencia de las vanguardias artísticas. Sonia Delaunay, Man Ray, Kurt Schwitters o René Magritte trabajaron en publicidad. Pues en los terrenos híbridos de la creación todo se alimenta de todo. “A fin de cuentas”, explica Ferran Barenblit, director del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba), “la publicidad se ha nutrido del trabajo de los artistas porque son experimentadores visuales”.

Y existen pocas experiencias tan interesantes en publicidad como la mirada crítica. En uno de sus extremos, mezclando arte y comunicación, reside la contrapublicidad o piratería publicitaria. Subvertising, escriben los anglosajones combinando subversión y advertising (publicidad). Es un movimiento de resistencia (impulsado en su momento por el colectivo AdBusters) frente a los mensajes estereotipados e irreales de algunas campañas publicitarias.

El movimiento ‘Subvertising’ retuerce el lema utilizado por las marcas recurriendo al humor

En ese contexto, los “publiactivistas” –como los define Martin Haas, director creativo de Implicate.org– retuercen el mensaje con los recursos de la sátira y la crítica. Porque “muchas veces la publicidad de las empresas chirría tanto y anda tan alejada de la realidad de su acción y su actividad que surgen respuestas de manera espontánea”, comentaba Juan López de Uralde, diputado de Equo, en el espacio que el programa de Televisión Española Metrópolis dedicó a este fenómeno. A la propagación de ese pequeño incendio se suma, con un fósforo en la mano, lo tecnológico. “Hoy día, cualquier consumidor domina lo suficiente la tecnología para poder subvertir un mensaje visual o audiovisual. El caso más evidente son los memes, que se crean en cuestión de minutos”, analiza David Coral, presidente del grupo publicitario BBDO & Proximity.

Sobre esa urdimbre de arte, tecnología y crítica han surgido campañas como The Dark Side (Greenpeace), Mujeres y chocolate, la verdad es menos dulce (Oxfam Intermón) o Poses, de la videoartista Yolanda Domínguez, que son señas de identidad de la historia de esta particular videoteca. Pero también Rogelio López Cuenca, Antoni Muntadas o Miralda han subvertido con lucidez la mirada de la publicidad o los latiguillos políticos. Con una lección aprendida. “El humor es siempre lo más viral y hoy la contrapublicidad se centra, sobre todo, en señalar un error y corregirlo”, narra África Moya, directora creativa de Ogilvy Public Relations.

Piratería desactivada

'Ricard Suite', de Richar Hamilton (1975-1979).
'Ricard Suite', de Richar Hamilton (1975-1979).

Sin embargo, las imágenes las borra el tiempo y esta piratería publicitaria corre el riesgo de desactivarse. “Resulta útil para generar tormentas de vez en cuando, pero no es muy efectiva, lamentablemente, a largo plazo”, sostiene Teresa Millet. “Al final termina aniquilada o absorbida por el sistema”. Algo parecido le pasa al trabajo del elusivo grafitero Banksy, cuya obra, inicialmente crítica con el statu quo y los mecanismos publicitarios, ha sido consumida por la especulación del mercado del arte diluyendo parte del mensaje. Aunque a veces la fuerza de la propuesta resulta tan contundente que lo vuelve inolvidable.

This Is Not America, se lee en letras amarillas de neón sobre el fondo de un mapa de Estados Unidos. Esto no es América. Pronto el mensaje cambia: This Is Not America’s Flag, y esas letras pixeladas dejan paso a las barras y estrellas. Es cierto, esta no es la bandera de América. Estados Unidos es un país, no un continente. Y ese continente alberga muchos americanos y muchas clases de americanos. La pantalla luminosa mostrada en la plaza de Times Square de Nueva York en 1987 y 2014 y exhibida también el año pasado en Picadilly Circus (Londres) transforma la provocación filosófica de René Magritte y su célebre pintura Esto no es una pipa en una sacudida política en tiempos de Donald Trump y del éxodo de refugiados. Pero además constata una certeza. “Los artistas son pensadores y no fabricantes de objetos”, relata el creador chileno Alfredo Jaar, autor de la obra y exponente del arte (aún) como resistencia.

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Sobre la firma

Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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