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Reencuentro con la clientela

La nueva artesanía reduce el abismo que separa a fabricantes y consumidores desde que la revolución industrial generalizó la producción en cadena

Mural de Diego Rivera sobre la industria del automóvil de Detroit (1932-1933).
Mural de Diego Rivera sobre la industria del automóvil de Detroit (1932-1933).The Granger Collection (Cordon)

Puede resultar paradójico que en la era de los vehícu­los de conducción autónoma crezca el número de personas que fabrican productos de forma artesanal, incluso que surjan negocios basados en este tipo de trabajo. ¿Cómo es posible que en un mundo dominado por la tecnología esté en auge una forma de producir obsoleta desde hace muchísimo tiempo?

Treinta años antes de que Colón descubriese América, Vespasiano da Bisticci era el mercader de libros manuscritos más famoso de Florencia. Era un defensor a ultranza del libro escrito a mano, de sus trazos y caligrafías. Por el contrario, su competidor, Zanobio di Mariano, no tenía ningún prejuicio hacia la monotonía de los libros fabricados con la máquina de Gutenberg. En 1483 una imprenta de Ripoli cobraba tres veces más que un copista por componer e imprimir un cuaderno de cinco pliegos, pero en el mismo tiempo que empleó un amanuense en copiar los diálogos de Platón, la imprenta de Ripoli logró imprimir 1.205 ejemplares.

La imprenta no se había inventado para fabricar una copia de un libro, sino para fabricar muchos y con mayor rapidez, para vendérselos a quienes hasta entonces nunca habían considerado posible disponer de un libro. Como resultado, el negocio de Zanobio no dejó de crecer hasta que falleció, en 1495, mientras que la visión nostálgica del libro que tenía Vespasiano le llevó a cerrar el suyo casi 20 años antes. La imprenta cambió la forma de producir libros, pero también transformó su demanda. Siguieron produciéndose bellos manuscritos, pero el libro impreso fue el que terminó inundando el mercado.

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La imprenta no fue la única innovación tecnológica del Renacimiento. Mentes privilegiadas como la de Leonardo da Vinci ya habían comenzado a diseñar todo tipo de máquinas, y muchas permitían a las personas trabajar cada vez más rápido y con mayor precisión. Sin embargo, el problema no era diseñar nuevas herramientas, sino disponer de energía para moverlas. La fuerza humana seguía siendo insustituible, hasta el punto de que la esclavitud continuó siendo el pilar económico de muchas sociedades desarrolladas aún durante varios siglos.

La fuerza de los animales, del viento o del agua nunca llegaron a ser auténticas alternativas por su elevado coste y poca versatilidad. Fue la máquina de vapor en el siglo XIX la que cambió radicalmente y para siempre la forma de producir. A partir de entonces, la fuerza del vapor permitió que las máquinas trabajasen 24 horas al día, sustituyendo a las personas en muchos trabajos y haciéndose imprescindibles en talleres y minas. Más tarde llegó la electricidad y después el petróleo.

Gracias a estas fuentes de energía aumentó la productividad del trabajo y el sector industrial sacó partido de las economías de escala. Había nacido la era de la producción en masa, que, a su vez, dio paso al consumo en masa. Desde entonces, las máquinas no han dejado de cobrar protagonismo, siendo cada vez más autónomas, más complejas y dominando cada vez más tareas. Hoy hay máquinas que fabrican otras máquinas.

Los artesanos y su forma de producir en pequeños talleres entraron en decadencia. Era imposible competir con la velocidad y regularidad con la que se trabajaba en las fábricas. Sus trabajadores perdieron completamente el control sobre el producto y se concentraron en la fabricación de pequeñas partes de este. En ocasiones, siempre la misma pieza, repetida una y mil veces, al ritmo que ahora imponían las máquinas. La fabricación a mano dejó paso a la producción en cadena.

Al mismo tiempo que la tecnología cambiaba la forma de trabajar, la sociedad también comenzó a transformarse. Antiguamente los artesanos se situaban en el centro de los núcleos urbanos, junto a sus clientes, en calles que aún hoy conservan el nombre de sus oficios. Por el contrario, las fábricas, con sus máquinas y chimeneas, se instalaron en las afueras, lejos de sus clientes.

Los trabajadores de las fábricas dejaron de tratar con los consumidores y comenzaron a hacerlo con sus patrones. Ya no vendían lo que fabricaban, sino que comerciaban con su tiempo, siempre a cambio de un salario. Productor y consumidor se alejaron gradualmente. El trabajador quería ganar cada vez más por su esfuerzo y el consumidor pagar cada vez menos por el producto. El abismo que se abrió entre ellos se llenó de intermediarios. En ocasiones, de especuladores.

Los trabajadores de las fábricas comenzaron a tratar solo con sus patrones. Ya no vendían lo que producían; comerciaban son su tiempo

Hoy, gracias a la revolución de las comunicaciones, esa creciente distancia entre productor y cliente ha comenzado a reducirse. La tecnología ya no está sólo al alcance del fabricante o del distribuidor, sino también del consumidor. Ahora las máquinas no nos ayudan sólo a producir en masa, sino también a comunicarnos, permitiendo que cualquier fabricante contacte con sus potenciales clientes. Los cuales pueden expresar libremente sus propios gustos y preferencias, incluso antes de que se fabrique lo que quieren consumir.

Las distancias geográficas también se han reducido en un mundo globalizado e interconectado, donde la comunicación es sencilla e inmediata, y donde los costes de transporte ya no son ningún obstáculo. Por consiguiente, ya no es necesario renunciar a los propios gustos y adaptarse a un limitado catálogo de productos estándar, todos iguales, sino que se puede disfrutar de un producto personalizado a un precio muy asequible. Gracias a la tecnología, si queremos, no sólo podemos pensar de forma diferente, sino también consumir de forma distinta. ¿Y quién está en condiciones de atender mejor esta creciente, pero, al mismo tiempo, diversificada demanda? Posiblemente, quienes fabrican teniendo en cuenta esas preferencias, para consumidores concretos y siempre a pequeña escala.

Este renacer de la nueva artesanía cuenta además con la gran ventaja del enorme abaratamiento de la información. Los últimos avances de la tecnología de la comunicación han reducido, casi eliminado, el coste del aprendizaje. Disponemos de instrucciones, consejos, experiencias e incluso podemos ver cómo se fabrica cualquier producto y repetir esa lección miles de veces. La información es libre y, en muchos casos, gratuita. La destreza sigue siendo un patrimonio exclusivo de las personas, pero ahora la información para lograrla está al alcance de cualquiera.

La nueva artesanía moderna ya no fabrica como antes productos básicos, ni pretende competir en precio, ni siquiera en calidad. No tendría sentido porque en todos estos ámbitos las fábricas y sus máquinas son insuperables por destreza, velocidad y perfección. El gran atractivo del nuevo trabajo artesano es su originalidad, su capacidad para ofrecer un producto único, creativo o exclusivo. Destinado al disfrute de unos pocos. Un producto que permite disfrutar a quien lo fabrica mientras lo hace casi tanto como al que lo termina consumiendo o poseyendo.

Además, su secreto está en el trato personal con el cliente, que ya no es anónimo como el de las fábricas, sino que quiere dejar de comer rancho y prefiere elegir a la carta.

Carlos Álvarez Nogal es profesor de Historia Económica e investigador del Instituto Figuerola en la Universidad Carlos III de Madrid.

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