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Los algoritmos se apoderan de la economía

Una compleja gramática de números hace que las empresas conviertan datos en dinero

Miguel Ángel García Vega
Los algoritmos ayudan tanto a empresas de la nueva economía como tradicionales.
Los algoritmos ayudan tanto a empresas de la nueva economía como tradicionales. Getty images

En un mundo muy complejo tiene una profunda belleza saber que aún dependemos de cosas sencillas. Hace 3.500 años, los babilonios imaginaron los primeros algoritmos. Y lo hicieron calculando una raíz cuadrada sobre arcilla húmeda. Hoy hemos complicado las matemáticas y con ellas podemos provocar el caos en la Bolsa o guiar un coche autónomo sobre el cemento seco. Pero en la alborada de un siglo lleno de incertidumbres, el algoritmo se ha convertido no solo en la gran promesa de la economía digital sino, también, en un interrogante ético que zarandea la esencia misma de la condición humana. ¿Cómo culpar a una expresión matemática si se equivoca en una opción de vida o muerte? Hacen falta nuevas respuestas y arcaicas precauciones. “Las computadoras son como los dioses del Antiguo Testamento; muchas reglas y ninguna misericordia”, escribió hace años el mitólogo Joseph Campbell.

Porque sin duda vivimos en la época de la disrupción y la paradoja. Sobre todo si pensamos que la mayor compañía telefónica del mundo, WhatsApp, no tiene infraestructuras de telecomunicaciones, pero manda 35.000 millones de mensajes diarios. O que Uber, la principal empresa de taxis del planeta, no posee ningún coche en propiedad, y, sin embargo, emplea algoritmos para conectar a los pasajeros y los vehículos. Esta es la sociedad que Mark van Rijmenam, experto en big data, analiza todos los días desde su empresa Datafloq. Y a través de ella siente algunas amenazas. “Hay una relación directa” —advierte— “entre los algoritmos y el aumento del paro, porque se utilizan para automatizar procesos, ya sea en el trabajo o en las plantas de producción”.

Uber emplea fórmulas para conectar pasajeros y vehículos

Sin embargo, de momento, la balanza inclina su fiel hacia la luz. “No existe ninguna razón por la que los algoritmos no beneficien a casi todas las industrias”, reflexiona Steve Prentice, vicepresidente de la consultora Gartner. Principalmente aquellas que manejan grandes volúmenes de datos de multitud de fuentes como las aseguradoras, las firmas de análisis de riesgo, las empresas de selección de personal o las compañías de logística y distribución. En todas, estos patrones numéricos se convertirán “en una poderosa arma competitiva”, apostilla Prentice. Tanto es así que el sistema de recomendación de búsquedas de Amazon ayuda a aumentar sus ingresos hasta en un 15%. Y Google no sería la marca más valiosa del planeta sin PageRank, su mítica familia de algoritmos.

Virtudes que le suenan a la industria de los dineros igual que un aria de Mozart. Operadores y casas de Bolsa ganan una fortuna con el trading de alta frecuencia, que dispara miles de órdenes de compraventa en centésimas de segundo. Da igual que a veces genere descosidos. En mayo de 2010 un agente de futuros hizo perder más de 900 puntos al índice Dow Jones en solo cinco minutos usando un algoritmo que lanzaba órdenes falsas de venta. Alguien bautizó a este desplome flash crash. Poco importa el nombre, al final todo son ecos profundos del manejo masivo de datos. “La revolución del big data ha llegado para quedarse en la industria de la gestión de inversiones. Y continuará extendiéndose en el mercado separando a ganadores y perdedores en función de los que hayan querido asumir el reto”, explica Javier Rodríguez-Alarcón, responsable del Grupo de Estrategias de Inversión Cuantitativa para EMEA de Goldman Sachs Asset Management.

Usuarios, no beneficios

Nadie duda de que los tiempos venideros serán tan desafiantes como una avalancha. La consultora Gartner cree que en 2018 la mitad de las grandes corporaciones mundiales competirán utilizando algoritmos propietarios y complejas técnicas de análisis. De ahí que hoy un parpadeo parezca eterno. “Por primera vez en la historia generaremos riqueza a coste cero. Añadir 100.000 usuarios a Facebook es instantáneo”, analiza Esteve Almirall, profesor de Esade. Y añade: “Estas compañías están obsesionadas por conseguir usuarios, no beneficios. Pues con millones de clientes ganas dinero en cuanto quieras”. O en cuanto decida el algoritmo.

Desde luego esta edad de oro de las máquinas sería una utopía sin las secuencias matemáticas. Y sin los datos. Pero estos, por sí solos, carecen de valor. Es como tener petróleo y ser incapaz de refinarlo. Esta es la razón por la que Wallmart y General Electric han creado espacios propios para almacenar docenas de petabytes diarios. Esta última planea, incluso, venderlos a otras compañías. Por eso el negocio reside en tratarlos. Aunque el ruido de fondo resulte ensordecedor. “Solo el 10% de los que circulan en el mundo están estructurados. Quien sepa generar algoritmos para comercializar y desarrollar el 90% restante tiene un cañón”, aventura Luis Ferrándiz, socio de Servicios Digitales de KPMG.

Porque si algo ha cambiado con fuerza en los últimos años es que “ahora hay más datos para entrenar algoritmos y conseguir que tengan mayor precisión”, aclara Marco Bressan, responsable de BBVA Data & Analytics. Desde el comienzo de la humanidad hasta 2003 —estima Deloitte— se generaron dos exabytes de información. En 2011 se creó ese mismo volumen en dos días y durante 2020 se tardará menos de diez minutos. Las redes sociales, los sensores, la conectividad… La información es una fuente que mana sin cesar. En Nueva York, la compañía Uber está ensayando un servicio (Uber Pool) de viaje compartido a través de la ciudad. “Y con más eficacia que un taxista. Pues los algoritmos son capaces de aprender en minutos patrones que a un ser humano le llevaría años”, relata Esteban Moro, físico y profesor en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Este empuje también se beneficiará de las favorables rachas de viento que trae el auge del Internet de las cosas. En este paisaje “aparecerán modelos de negocio donde su único valor sea la capacidad de aplicar el algoritmo”, prevé Pablo González, socio de Deloitte Digital.

En una sociedad interconectada por la Red, las matemáticas y los datos, el talento continuará siendo un puerto franco. Miguel Vicente es un brujo del comercio electrónico. Debe de tener un conjuro, aunque no lo revela. Es el impulsor de las plataformas Cornerjob, Deliberry, Letsbonus, Glovo y Wallapop. Solo el portal de venta de productos de segundo mano vale más de 900 millones de euros. Y detrás de sus éxitos andan los algoritmos. En la web de empleo Cornerjob se ocupan de enlazar candidatos y empresas; en el súper online Deliberry optimizan los procesos de búsqueda; en el repartidor de comida a domicilio Glovo mejoran los tiempos de entrega y en Wallapop facilitan la navegación. “Son parte esencial de nuestro modelo de negocio. Por eso los desarrollamos nosotros”, cuenta el emprendedor.

Rijmenam: “Hay relación directa entre los algoritmos y el aumento del paro”

Esa estrategia de cocinar los algoritmos dentro de casa también guía a la plataforma de empleo Jobandtalent. Más de 12 millones de usuarios y una expresión matemática que maneja 50 variables y un único objetivo: “Lograr la contratación”, sintetiza José Ramón Pérez, responsable de su algoritmo. En 24 horas casan candidato y empresa. Aunque resulta evidente que los algoritmos no son mágicos, los datos sí. El 80% del éxito de la búsqueda reside en ellos. Y solo un 20% en la calidad de la secuencia numérica. Otro aprendiz de brujo es Aplázame. Este portal calcula la capacidad de pago de una persona sin recurrir a la típica información bancaria. Emplea, por ejemplo, los datos de navegación del usuario. Además su patrón numérico piensa a contracorriente. “Busca la simplicidad, no la complicación”, matiza Luis Martín Cabiedes, un reconocido business angel.

Este empeño de dotar de sentido industrial a cálculos casi siempre complejos define la esencia de la economía del algoritmo. Una de cuyas esperanzas es crear un mercado digital donde se puedan alquilar, comprar y vender. Al igual que las tiendas online de aplicaciones para móviles han desarrollado su propio modelo de negocio. De hecho ya hay varias compañías que sueñan con las posibilidades de esta idea. Algorithmia es una de ellas. Tiene sus oficinas en Seattle (Estados Unidos) y bajo la estructura de una startup ha sumado en tres años a la plataforma más de 2.200 algoritmos procedentes de 19.000 autores. Allí suben sus fórmulas, que es el resultado de semanas de trabajo o de toda una vida. Y como en la música o los videojuegos tiene sus superventas. “Los algoritmos que detectan desnudos, colorean fotos en blanco y negro y aquellos que analizan e interpretan textos son los que mejor funcionan”, resume Diego M. Oppenheimer, consejero delegado de la empresa.

Ahora bien, pese a que nos rodean en la vida diaria, los algoritmos están controlados por una élite. Solo 320 instituciones en el mundo enseñan a desarrollarlos. Apenas unos cientos de profesionales tan escasos (y caros) como el almizcle. Son personas con una profunda formación en matemáticas y una capacidad enorme para analizar un volumen inmenso de datos. “De estos, hay muy pocos. Y Facebook y Google los están contratando a precios impresionantes”, comenta Diego M. Oppenheimer. De partida, 150.000 dólares (135.000 euros) al año. Este fenómeno de arrastre está desmantelando muchos departamentos de ingeniería y computación de grandes universidades. Y en este paisaje de carestía, las compañías buscan soluciones. “Es muy difícil que una empresa tenga el talento necesario para desarrollar los algoritmos que necesitan todas las áreas de negocio”, asume José Luis Sancho, managing director de Accenture Digital. Hay que salir fuera, al mercado online. Facebook, Google y Amazon tienen bibliotecas que dan libre acceso a sus códigos. Aunque no a los datos. Ya que esa es la valiosa materia de la que están hechos los sueños de los algoritmos.

El lado oscuro

Sin embargo esta narrativa de instrucciones escrita por brillantes programadores oculta una doble vida. La mayoría proyectan buenas intenciones. Ayudan al navegador del coche a encontrar una ruta, establecen el orden de despegue y aterrizaje de los aviones o predicen los movimientos de los títulos de Bolsa. Pero a veces semejan cajas negras. La información entra y sale. Nada más. Es difícil saber qué ocurre en su interior y por qué producen ciertos resultados. Mientras que en lo cotidiano son únicamente inteligibles para un reducido grupo de ingenieros. Y como están escritos por personas y no por dioses pueden proyectar lo peor de su naturaleza: racismo, homofobia; discriminación. Además estos programadores trabajan sin ningún código ético y nos recuerdan que estos días “la informática es un poco el Salvaje Oeste, cualquiera puede escribir, entregar el código y ya está”, critica Sira Ferradans, una diseñadora de algoritmos, afincada en Francia, de 34 años. Esa desconfianza es la puerta abierta hacia otras dudas. ¿Y si el algoritmo de Google no te encuentra, entonces, no existes? La pregunta está llevada al extremo, pero suena como aquella paradoja: ¿hace ruido un árbol al caer si nadie lo escucha?

Dentro de este espacio de preguntas incómodas, Kevin Slavin, profesor en el MIT Media Lab, avisa de que estamos “escribiendo un código que no sabemos leer, con unas consecuencias que no podemos controlar”. Lo advertía hace un tiempo en una charla TED. Y daba varios ejemplos en esta tarea de evangelizador del desastre. Los algoritmos de Amazon, al competir entre sí, dieron por unas horas un precio de 23 millones de dólares al ignoto manual de biología molecular Tha making of a Fly (La creación de una mosca). Otro caso. Un fabricante de ascensores diseñó un algoritmo que predice en qué piso se detendrá. Incluso eliminó los botones. Eran innecesarios. El fallo es que la gente se aterrorizaba al entrar en un elevador sin controles. Nadie quería verse atrapado ahí en una emergencia. Además se sabe que el 60% de las recomendaciones que proponen plataformas de streaming cinematográfico como Netflix (que ha utilizado un algoritmo llamado, reveladoramente, Pragmatic Chaos) están basadas en propuestas de algoritmos a partir de lo que el big data rastrea sobre nuestras vidas. Series como House of Cards ya siguen esa lógica. ¿Debemos preocuparnos?

“El problema no es el auge de los algoritmos. El problema es que a menudo no los gestionamos bien. Políticos y empresas necesitan entender en profundidad cómo funcionan para manejarlos acertadamente”, precisa Michael Luca, profesor en Harvard Business School. Al igual que los adivinos predicen el futuro, pero son incapaces de explicarlo. Un algoritmo —continúa Luca— puede leer todos los artículos de un periódico y decidir cuáles serán probablemente los más compartidos en Twitter sin explicar la razón, un algoritmo puede contarte cuáles son los trabajadores más exitosos sin identificar las cualidades más importantes para tener éxito; un algoritmo puede ser, la verdad, miope y solo entender el corto plazo. Estas limitaciones llevan hacia dudas éticas que impactan, por ejemplo, en los vehículos autónomos. ¿En un accidente, quién es el responsable? ¿El conductor, el coche, el programador, el algoritmo? Volvo ha anunciado que la marca se responsabilizará de sus vehículos y el organismo que controla la seguridad de las carreteras estadounidenses (NHTSA, por sus siglas en inglés) reconocerá al sistema automático de conducción de Google como el “conductor”. ¿Y la sociedad? Atando cabos.

“Necesitamos urgentemente tener más garantías de cómo los algoritmos influyen en nuestras vidas”, comenta Kate Crawford, experta de Microsoft Research, en The New York Times. “Si te adjudican una calificación que pone en peligro tus opciones de conseguir un trabajo, una casa o educación deberías tener el derecho a ver esos datos, saber de dónde proceden y ser capaz de corregir errores”. Estos días la Unión Europea prepara una normativa que permitirá a sus ciudadanos acceder a la información que ha servido para tomar estas decisiones digitales y verificarla.

Porque ya sea desde el entusiasmo o la resignación, los algoritmos son la esencia de la economía digital y el futuro es un vendaval con las ventanas abiertas. La agencia de prensa Associated Press (AP) los utiliza para escribir 2.000 piezas financieras sencillas al minuto, la firma de capital riesgo Deep Knowledge ha sentado en su consejo de administración a un algoritmo para que decida en la compraventa de participadas, Chef Watson (IBM) crea platos únicos basándose en todos los ingredientes que existen en el planeta y The Bestseller Code identifica al próximo Señor de los anillos. Y en este mundo bello, complejo y desafiante “vamos a tener que entender a los algoritmos como parte de la naturaleza. Pues de alguna forma lo son”, zanja Kevin Slavin. Nos guste o no.

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Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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