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Columna
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La bulimia demográfica

En la ‘hucha de las pensiones’ solo queda dinero para cuatro mensualidades

Joaquín Estefanía
Un grupo de refugiados a su llegada  al aeropuerto de Madrid-Barajas.
Un grupo de refugiados a su llegada al aeropuerto de Madrid-Barajas.J.M. Cuadrado (EFE)

Una sociedad envejecida es el principal factor de riesgo (no el único) para un sistema de pensiones público, universal y suficiente. Ello es lo que sucede en el continente europeo, y en España dentro de él. Europa ya no es aquella zona del mundo tan juvenil como en la segunda postguerra mundial. Las pensiones de sus mayores son un objeto especial de preocupación. Y sin embargo, en la mente de muchos ciudadanos pueden tener cabida dos ideas mutuamente excluyentes; por una parte, el envejecimiento, la decadencia, el despoblamiento, las jubilaciones en peligro, y al mismo tiempo las limitaciones a la llegada de inmigrantes y refugiados, que son los que podrían ayudar a paliar el problema. En un mismo país pueden darse simultáneamente las dos opiniones: hay demasiada población y hay demasiada poca población. A esto es a lo que el sabio alemán Hans Magnus Enzensberger denomina “la bulimia demográfica” (Ensayos sobre las discordias, Anagrama).

Los sistemas de reparto de las pensiones (una generación financia la jubilación de la anterior) están en dificultades. No sólo por la citada demografía sino también por la deriva de los mercados de trabajo. Esto se observa muy bien en nuestro país: tasas muy altas de paro pero también devaluación salarial de los que trabajan y mucha precarización en los jóvenes que entran a cotizar en la Seguridad Social, como consecuencia de una reforma laboral también nefasta para las cuentas de esta última. El resultado de estos dos factores (demografía y mercado de trabajo) es que las nuevas cohortes de trabajadores son más pequeñas en número que las anteriores y peor pagadas, y ellas son las que tienen que financiar a los grupos de ciudadanos que van jubilándose, cada vez más amplios (las generaciones del baby boom).

Aumentan los gastos de las pensiones (más pensionistas, muchos de ellos en los niveles altos de percepción) mientras que los ingresos no lo hacen al mismo ritmo. En 2015, a pesar de que la economía española creció por encima del 3% y se creó medio millón de puestos de trabajo teóricos, el déficit de la Seguridad Social superó los 16.700 millones de euros (el 1,55% del PIB), mientras el Fondo de Reserva (la hucha de las pensiones) se ha quedado escuchimizado achicando este desequilibrio, y apenas equivale ahora a cuatro meses de financiación de las prestaciones (alrededor de 32.000 millones de euros).

Comienzan a aparecer análisis que cuantifican los beneficios, no sólo los costes en las finanzas públicas, que podrían traer los centenares de miles de refugiados e inmigrantes económicos que han entrado en Europa en los últimos meses. Habrán de soportarse empíricamente: además de la ayuda en la financiación de las pensiones, la creación de nichos de empleo que no están explotados por los ciudadanos europeos, o el aumento de la demanda de bienes y servicios, etcétera. Un estudio publicado recientemente dice que invertir un euro en la bienvenida de los refugiados podrá generar dos euros en beneficios económicos en cinco años, siempre que se abran los mercados de trabajo y se regularice a los recién llegados. Nadie emigra sin que medie el reclamo de alguna promesa.

Además de las inquietudes económicas, los refugiados han de vencer las incomprensiones cotidianas. Un viajero se acomoda en su departamento del tren en que viaja. Está solo. Esparce sus papeles, sus aparatos electrónicos, su equipaje, su ropa, en los espacios contiguos. De repente entra otro viajero y el primero ha de retirar, con disgusto indisimulado, sus pertenencias y hacerle sitio. En la siguiente estación entran otros dos viajeros en el mismo departamento. Los primeros, aun sin conocerse en absoluto y sin haberse hablado previamente, muestran una solidaridad mutua y consideran a los recién llegados una especie de intrusos. La escena se repite en la parada posterior. Al final unos se acostumbran a los otros, pero cada vez lo hacen en menor grado. También lo cuenta Enzensberger.

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