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Jesús Leguina y el cambio en España

Muere el magistrado del Constitucional, al que le asoló hace unos meses una enfermedad implacable que no le ha dejado, hasta agotarlo

Joaquín Estefanía
Jesús Leguina Villa, en una imagen de 2001.
Jesús Leguina Villa, en una imagen de 2001.Gorka Lejarcegi

Cuando Jesús Leguina llegó al Tribunal Constitucional, en el año 1986, recibió una carta que le emocionó mucho: era de uno de esos amigos que pertenecían a la izquierda extraparlamentaria, algunos de los cuales le habían acompañado desde la juventud (y le han acompañado hasta el final), que decía: "Por fin creo en que hay cambio en España. Tu presencia en el Constitucional es la demostración". Leguina siempre tuvo en cuenta esta opinión: le acompañó, me consta, en todas sus decisiones: la obligación de no defraudar a quienes creyeron en su honestidad y en una forma determinada de pensar. En efecto, un demócrata de toda la vida, de la izquierda consecuente, sin complejos, había llegado al alto tribunal por sus propios méritos académicos y profesionales.

Hay varios aspectos de la vida de este bilbaíno de 1942, con casa en Donostia, bastante desconocidos para quien solo haya seguido su trayectoria como una secuencia permanente de su extraordinario servicio público (magistrado del Tribunal Constitucional; consejero del Banco de España; consejero de Estado) y carrera académica (doctor en Derecho por la Universidad de Bolonia, con premio extraordinario, profesor ayudante, adjunto, agregado, catedrático de Derecho Administrativo, decano de facultad...), que es la que figura en las hemerotecas. Son los relacionados con su compromiso político y cívico desde antes de la muerte de Franco: en los aledaños de la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ignoro si fue militante o no; pertenecía al secreto de la clandestinidad); miembro del consejo editorial de la revista de ciencias sociales El Cárabo (sería de interés sociológico repasar la distinta evolución ideológica de quienes pasaron por allí y su convivencia en la diversidad, facilitada la misma por actitudes tan poco sectarias como las de Leguina; entre ellos, el también fallecido la semana pasada Pep Subirós); cercano a la Fundación Hogar del Empleado, en sus actividades vinculadas a las publicaciones e investigaciones, y con los colegios que la conforman; miembro del Consejo Asesor del Informe sobre la Democracia en España, de la Fundación Alternativas; o miembro del comité editorial de EL PAÍS (que dejó al considerarlo incompatible con el nombramiento de su mujer, María Emilia Casas, como presidenta del Tribunal Constitucional). En este periódico publicó bastantes artículos, la mayor parte de ellos relacionados con su sensibilidad con la naturaleza compuesta del Estado español. Las reflexiones sobre el encaje constitucional de Cataluña o Euskadi le llevó muchos ratos de su vida activa.

Lo más importante que dejó en todos estos lugares fue su red de amistades. su trabajo no le impedía cultivarla. Personaje entrañable, humilde hasta la saciedad, lector incesante, melómano fervoroso (le gustaba mucho el padre Soler) hasta que hace unos meses le asoló la enfermedad implacable que no le ha dejado, hasta agotarlo. No son palabras huecas ni fruto de la emoción de un obituario. Los que le conocen saben que todo ello es cierto. Deja viuda, cuatro hijos y una multitud de discípulos y amigos, que siempre le echaremos de menos. A él y a su sabiduría.

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