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Tribuna
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La administración concursal, profesión de riesgo

Cuanto más honrado es el administrador concursal y más ajuste las valoraciones a lo que son los precios reales de mercado menor es su retribución

En el año 2003 se aprobaba en España la Ley Concursal. Algún tiempo después, estalló la crisis económica y miles de empresas fueron cayendo en situación de concurso de acreedores. Muchas de ellas, pequeñas o diminutas, algunas grandes y, muy pocas, grandísimas.

Para gestionar el concurso se diseñó en la Ley un sistema que pasaba por nombrar —el juez de lo mercantil— uno o tres profesionales (en función del volumen del procedimiento), los administradores concursales. El acento se ponía en la "formación" y en la discrecionalidad del juez para designar a unas personas que habrían de ser sus colaboradores en el concurso.

Lógicamente, era un cargo de confianza y remunerado (¡¡oh!!). Sí, esas personas que tenían que llevar el peso del procedimiento concursal eran retribuidas con cargo a la masa activa del propio concurso. Parece algo razonable que los profesionales que han de llevar a cabo una labor ardua y, en no pocas ocasiones, nada agradable, cobren por ello.

Desde aquel ya lejano año 2003 han sido múltiples las reformas legislativas que ha sufrido la Ley Concursal, muchas de ellas con la vista puesta en tratar de hacer más difícil la labor de la administración concursal, a quien se empezaba a ver como la gran beneficiada de la crisis; una especie de "enterrador de empresas" o "señor de negro" que se lucraba con las desgracias ajenas: “cuanto peor le iba a otros, mejor le iba a estos sujetos” parecía pensarse (como si el administrador concursal fuera el culpable de que la empresa en cuestión hubiera ido a concurso).

Ha de reconocerse que los cambios han sido, en ocasiones, acertados: es el caso de la reducción del número de administradores de tres a uno, como regla general, que ha redundado en una bajada muy sensible de los costes que implica llevar el concurso.

Pero quedaba el tema de la retribución, cuya reforma se había ido procrastinando. Se seguía pensando por ciertos sectores de los poderes públicos que era necesario tomar medidas ejemplarizantes (no fueran a decir que no se había hecho nada al respecto), probablemente sin conocer cuál es el verdadero trabajo de la administración concursal: ni se es consciente de que en muchas ocasiones el administrador no cobra y en alguna, incluso, ha de adelantar gastos sin saber siquiera si va a poderlos recuperar algún día.

Y en esto de las reformas sin duda el año 2015 se lleva la palma. Primero, se introdujeron medidas claramente inadecuadas, como la obligación de que sea el propio administrador concursal quien sufrague a su costa la tasación (a cargo de tasadoras homologadas por el Banco de España) de los bienes inmuebles de los que pudiera disponer la concursada. Recuérdese que la finalidad principal de dicha tasación es que el crédito hipotecario (que suele titular una entidad financiera) disponga de su correspondiente privilegio dentro del concurso.

El tema merece que nos detengamos en él. Resulta que se termina por premiar —dándoles negocio— a unas tasadoras que tan bien lo han hecho en el pasado. Ahora, al ver aquellas muy menguada su actividad, han de pagar los administradores concursales, con cargo a su retribución, unas tasaciones que pueden llegar —piénsese en el caso de las promotoras en concurso— a un número muy elevado. ¿Explicación? Ninguna más allá de favorecer a un colectivo y castigar a otro.

Es verdad que, en general, el problema de la adecuada valoración de los activos tiene una importancia capital, porque los aranceles de retribución de la administración concursal han venido referenciados, sobre todo, al valor que tuvieran los activos, generando "incentivos perversos": resulta que cuanto más honrado es el administrador concursal y más ajuste las valoraciones a lo que son los precios reales de mercado (casi indefectiblemente a la baja dado que muchos activos aparecían inflados en la contabilidad del deudor), menor será su retribución.

También se dirá ahora que el diseño de la retribución es culpa de la administración concursal. Pues no. Es un tema que se halla regulado desde el año 2004 (fecha del Real Decreto que regula el arancel del Administrador Concursal) y que desde entonces no ha sido tocado. ¿Por qué no referenciar la retribución, sobre todo, a parámetros que dieran una imagen más ajustada de la verdadera dificultad de un procedimiento concursal?

Desde ASPAC hemos propuesto algunos índices más fidedignos: número de trabajadores, número de acreedores, número de fincas registrales a nombre de la concursada, etc. Con un ejemplo bastará: previsiblemente resulta mucho más complejo manejar un concurso en el que el deudor tiene treinta fincas registrales hipotecadas todas ellas, de un valor de 20.000 euros cada una, que el de una sociedad concursada que tenga un solo inmueble valorado, pongamos el caso, en 10 millones de euros, sin carga hipotecaria.

Ahora sí parece que se quiere cambiar el sistema de retribución de la administración concursal (para que cobren menos, claro está). Junto a ello, al cabo de años de apostar por la “formación continuada” y la actualización constante, se opta por un sistema de examen de acceso o prueba para valorar la aptitud de los administradores concursales.Eso y la rotación o designación secuencial estricta (con muy pocas excepciones, como son los concursos de grandes dimensiones).

La pregunta es quién va a poder mantener una estructura completa de profesionales (preferentemente abogados y economistas, con más de diez profesionales, que son las estructuras que podrán optar a los grandes concursos) confiando en que sean llamados “de Pascuas a Ramos” a desempeñar el cargo de administradores concursales. La respuesta es simple: grandes firmas de despachos que pueden haber pensado que los concursos (claro está, sólo los grandes) son un negocio (o así lo ven ellos) y quieren entrar en ese nicho de mercado.

Junto a ello se opta definitivamente por acortar el tiempo durante el cual el administrador concursal puede percibir retribución en la fase de liquidación (un año en el caso de los concursos ordinarios), ignorando que los procedimientos no se alargan porque el administrador buenamente quiera, sino muchas veces por razones ajenas a la voluntad de éste, como pueda ser la propia saturación de los juzgados de lo mercantil.

No niego que hayan podido existir algunas "disfunciones" o conductas inapropiadas en este gremio y que, contra ellas, sea conveniente tomar medidas. Pero los remedios ya existían en la Ley: baste pensar en la acción para exigir responsabilidad al administrador concursal (escasamente empleada) o la posibilidad que tiene el juez del concurso de separar al administrador concursal por justa causa (como pueda ser, entre otras, la dilación indebida en la liquidación).

Otras medidas razonables, como la posibilidad de dar transparencia máxima al proceso de venta de activos en liquidación, no se han incorporado hasta el momento. Y eso que resultaba muy sencillas de incorporar a través de la simple exigencia de que toda venta de activos concursales viniese precedida de una suerte de “subastilla” entre los interesados a través de un correo electrónico a dirigir al administrador concursal hasta una determinada hora de un determinado día.

Lo que podría completarse con la posibilidad de que cualquier interesado en activos se diera de alta en un "portal" y los administradores concursales viniesen obligados, como mínimo, a remitir un correo ofertando los bienes a liquidar a esos interesados. La medida no costaría nada, serviría para maximizar los activos y alejaría cualquier sospecha de oscurantismo. Sólo ahora el legislador parece haber caído en la cuenta y lo incorpora en la reforma.

Para terminar de insuflar ánimos a la profesión, la flamante reforma del Código Penal que entró en vigor el pasado 1 de julio opta por modificar ciertos tipos penales para dar cabida en ellos a los administradores concursales. Piénsese en la administración desleal (que se saca de su tradicional ubicación dentro de los delitos societarios para pasar a los delitos patrimoniales); o la malversación (en principio pensada para ser cometida por funcionarios o autoridad pública, y que ahora expresamente contempla a los administradores concursales en el art. 435 CP).

Con este panorama, no es de extrañar que muchos hablen de la Administración Concursal como profesión de riesgo (extremo, habría que añadir). Y no sería descabellado empezar a encontrarse con administradores concursales concursados.

Fernando Martínez Sanz es Catedrático de Derecho mercantil y miembro de la Asociación Profesional de Administradores Concursales (ASPAC).

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