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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Anómalos

La verosimilitud de las cuentas y su influencia en la actividad económica están en cuestión

Emilio Ontiveros

Los Presupuestos del Estado para 2016 exhiben no pocas anomalías. Algunas condicionan seriamente el principal atributo que se espera de la herramienta más importante de la política económica de cualquier Gobierno, la verosimilitud de su ejecución y, consecuentemente, su influencia sobre la actividad de la economía en el horizonte al que se refieren.

La primera singularidad es la anticipación con que se formulan, cinco meses antes de que expiren los anteriores. Esa premura, y quizás precipitación, con la que se han elaborado, parece determinada por la pretensión del Gobierno de acudir a la convocatoria de las próximas elecciones generales con un sistema de señales algo más conciliador socialmente que el presente en las ediciones anteriores.

Esa anomalía es tanto más significativa cuanto más incierto es el resultado de las elecciones en las que procura influir. Con la información ahora disponible no cabe descartar que el próximo gobierno no tenga idéntico respaldo político al que ha elaborado los Presupuestos. Lo que, no hace falta insistir, resta credibilidad a la herramienta presupuestaria.

Que sean electoralistas no debería sorprender. Cualquier gobierno trataría de hacer lo propio, dentro del limitado margen de maniobra que las instituciones europeas conceden. Ahora bien, una cosa son las intenciones y otra bien distinta los desenlaces. La decisión más relevante que supuestamente trata de influir en las intenciones de voto de los ciudadanos es el aumento del denominado “gasto social” en un 3,8%, y el del sueldo de los empleados públicos, por primera vez desde 2009, en un 1%. El impacto de ambas no será perceptible cuando aquéllos acudan a las urnas, previsiblemente el próximo diciembre. Confiar en que esa promesa de variación en el gasto público sea por si sola la esencia de un programa electoral es, en el mejor de los casos, una ingenuidad. La desprotección de los desempleados, el descenso de salarios, el aumento de la precariedad en el empleo o las contracciones en los servicios sanitarios y educativos no se restauran de la noche a la mañana.

Tampoco la erosión de capital sufrida durante la crisis será compensada con unos presupuestos que apenas favorecerán la recuperación del crecimiento potencial de la economía y, en especial, el cambio hacia un patrón menos vulnerable. La inversión pública, por ejemplo, apenas crecerá un 1%.

Por último, pero no menos importante, en el ejercicio de presupuestación que acaba de concretar el Gobierno subyace el convencimiento de que los factores que han impulsado el crecimiento de la economía española y de la eurozona —precios de los hidrocarburos históricamente bajos, excepcionalidad de los estímulos monetarios del BCE, depreciación del euro— no tienen fecha de caducidad. Que los incrementos de ingresos y el ahorro en intereses y prestaciones por desempleo, amparados en la inercia del ciclo económico favorable, compensarán esos incrementos de gasto y reducciones de impuestos sin menoscabar la reconducción del déficit desde el desviado en este ejercicio. Y en este punto, la propia Autoridad Fiscal ya ha mostrado sus advertencias sobre los riesgos de ejecución.

Demasiadas anomalías, en definitiva, para que las elevadas probabilidades de su aprobación sean equivalentes a las de su aplicación.

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