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Tribuna
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El estadounidense inseguro

Hay toda una capa de la población del país norteamericano que no se puede permitir planificar para su jubilación. Es un problema grave

Paul Krugman
Varias personas buscan entre la basura de Los Ángeles (EE UU).
Varias personas buscan entre la basura de Los Ángeles (EE UU). AFP

Estados Unidos sigue siendo, a pesar del daño infligido por la Gran Recesión y sus secuelas, un país muy rico. Pero muchos estadounidenses no gozan de seguridad económica y están poco protegidos de los peligros de la vida. Con frecuencia, sufren penurias financieras; muchos no esperan poder jubilarse y, si llegan a hacerlo, tienen poco de lo que vivir aparte de la Seguridad Social.

A muchos lectores, espero, no les parecerá nada sorprendente lo que acabo de decir. Pero hay demasiados estadounidenses ricos —y, en particular, miembros de nuestra élite política— que parecen no tener ni idea de cómo vive la otra mitad. Esta es la razón por la que un nuevo estudio sobre el bienestar económico de las familias estadounidenses, llevado a cabo por la Reserva Federal, debería ser de lectura obligatoria entre el funcionariado de Washington.

Antes de entrar en lo que dice el estudio, unas palabras sobre la cruel falta de interés tan frecuente en nuestra vida política.

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No me refiero, o no solamente, al desprecio de la derecha por los pobres, aunque el predominio del conservadurismo incompasivo es un espectáculo digno de contemplar. Según el Centro de Investigación Pew, más de tres cuartas partes de los conservadores creen que los pobres "lo tienen fácil" gracias a las ayudas públicas; solo uno de cada siete cree que la vida de los pobres sea "difícil". Y esta actitud se traslada a la política. Lo que deducimos de la negativa a ampliar Medicaid (la asistencia sanitaria a los mayores de 65 años) en los estados bajo control republicano —aun cuando el Gobierno Federal pagaría esa factura— es que castigar a los pobres se ha convertido en un fin en sí mismo, algo que vale la pena defender aunque perjudique, más que beneficie, al presupuesto estatal.

Pero dejemos a un lado a los autodenominados conservadores y su desdén por los pobres. Lo que de verdad resulta llamativo es la desconexión existente entre el sentido común centrista y las realidades de la vida —y la muerte— de gran parte del país.

Fíjense en el ejemplo perfecto que representan las posturas sobre la Seguridad Social. Durante décadas, la disposición manifiesta a recortar las ayudas de la Seguridad Social, sobre todo aumentando la edad de jubilación, ha sido casi una postura obligada —una muestra de seriedad— para los políticos y los expertos que quieren parecer sensatos y responsables. Al fin y al cabo, la gente vive más tiempo, así que ¿por qué no debería trabajar más tiempo también? ¿Y no es la Seguridad Social un sistema anticuado, desconectado de las realidades económicas modernas?

Mientras tanto, el hecho es que vivir más tiempo en esta sociedad más desigual que nunca es, en gran medida, algo propio de cierta clase social: la expectativa de vida a los 65 años ha aumentado mucho entre los ricos, pero apenas ha cambiado entre quienes se sitúan en la mitad inferior de la distribución salarial, es decir, entre quienes más necesitan la Seguridad Social. Y aunque el sistema de pensiones que creó Roosevelt pueda parecerles anticuado a los profesionales adinerados, es casi literalmente un salvavidas para muchos de nuestros conciudadanos. La mayoría de los estadounidenses mayores de 65 años reciben más de la mitad de sus ingresos de la Seguridad Social, y más de la cuarta parte de ellos depende casi por completo de esos cheques mensuales.

Puede que estas realidades por fin estén penetrando en el debate político, hasta cierto punto. Últimamente, parece que no se oye hablar tanto de recortar la Seguridad Social y hasta vemos que se presta cierta atención a las propuestas de incrementar las ayudas, dada la merma de las pensiones privadas. Pero tengo la impresión de que Washington sigue sin tener ni idea de las realidades de la vida de los que todavía no son ancianos. Y aquí es donde entra en juego el estudio de la Reserva Federal.

El 47 % de los estadounidenses afirmaba no poder afrontar un gasto extra de 400 dólares. Eso me ha asustado hasta a mí

Este es el segundo año en el que se realiza este estudio, y la edición actual ofrece de hecho la imagen de un país que se recupera: en 2014, a diferencia de 2013, una mayoría relativa de los entrevistados afirmaba que le iba mejor que hace cinco años. Pero llama la atención el escaso margen de error que tienen muchas vidas estadounidenses.

Nos encontramos, por ejemplo, con que tres de cada diez estadounidenses no ancianos declaran que no tienen pensiones ni ahorros de jubilación, y la misma fracción afirma habérselas apañado sin ninguna clase de atención médica el año pasado porque no podía permitírsela. Casi la cuarta parte afirmaba que ellos mismos o un familiar habían pasado apuros económicos en 2014.

Y algo que me asustó incluso a mí: el 47 % afirmaba que no tendría los recursos necesarios para afrontar un gasto extra de 400 dólares. ¡Cuatrocientos dólares! Tendrían que vender algo o pedir dinero prestado para cubrir esa necesidad, en caso de que pudieran hacerlo.

Claro está que podría ser mucho peor. La Seguridad Social está ahí, y deberíamos alegrarnos mucho de que así sea. Mientras tanto, la cobertura por desempleo y los vales para alimentos han contribuido en gran medida a proteger a las familias desfavorecidas de lo peor durante la Gran Recesión. Y Obamacare, aun siendo imperfecta, ha reducido inmensamente la inseguridad, sobre todo en aquellos estados cuyos Gobiernos no han intentado sabotear el programa.

Pero aunque las cosas podrían ir peor, también podrían ir mejor. La seguridad perfecta no existe, pero las familias estadounidenses podrían fácilmente tener mucha más seguridad de la que tienen. Tan solo haría falta que los políticos y los expertos dejasen de hablar alegremente de la necesidad de recortar las "ayudas sociales" y empezaran a fijarse en cómo viven realmente muchos de sus conciudadanos.

Paul Krugman es profesor de Economía en la Universidad de Princeton y Premio Nobel de Economía de 2008.

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