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Paul krugman
Columna
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Contaminación y política

Lo del ozono, como todo lo demás hoy en día, es una cuestión de desigualdad

Paul Krugman
Central térmica en EE. UU.
Central térmica en EE. UU. John Amis

A comienzos de esta semana, el Organismo de Protección Medioambiental estadounidense (EPA por sus siglas en inglés) anunciaba las reglamentaciones previstas para reducir las emisiones de ozono, que provocan niebla, por no hablar del asma, las afecciones cardiacas y las muertes prematuras. ¿Y saben qué ha ocurrido? Que los republicanos han pasado al ataque, afirmando que las nuevas normas imponen unos costes enormes.

No hay razón para tomarse en serio estas quejas, al menos en lo esencial. Los contaminadores y sus amigos políticos tienen un historial de falsas alarmas. Una y otra vez, han insistido en que las empresas estadounidenses —que normalmente presentan como infinitamente innovadoras, capaces de superar cualquier obstáculo— serían un manojo de nervios si se les exigiese limitar las emisiones. Una y otra vez, los costes reales han sido mucho más bajos de lo que predecían. De hecho, casi siempre han estado por debajo de las predicciones del EPA.

Es la historia de siempre. Pero, ¿por qué siempre es así? Por supuesto, los contaminadores defienden su derecho a contaminar, pero, ¿por qué cuentan con el apoyo republicano? ¿Cuándo y por qué se ha convertido el Partido Republicano en el partido de la contaminación?

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Porque no siempre ha sido así. La Ley de Aire Puro de 1970, base jurídica para las acciones medioambientales del Gobierno de Obama, fue aprobada en el Senado con el acuerdo total de ambos partidos, por 73 votos a favor y ninguno en contra, y firmada por Richard Nixon. (He oído a veteranos del EPA describir los años de Nixon como una edad de oro). La principal enmienda a la ley, que entre otras cosas permitió el sistema de límites máximos e intercambio que limita la lluvia ácida, fue firmada en 1990 por el expresidente George H. W. Bush.

Pero eso era entonces. El Partido Republicano actual ha puesto a un teórico de la conspiración, que considera la ciencia climática como un “engaño gigantesco”, al frente de la comisión medioambiental del Senado. Y este no un caso aislado. La contaminación se ha convertido en una cuestión partidista profundamente divisiva.

Y la razón por la que la contaminación se ha convertido en un asunto partidista es que los republicanos han virado hacia la derecha. Hace una generación, el medio ambiente no era una cuestión partidista: según el Centro de Investigaciones Pew, en 1992 la abrumadora mayoría de ambos partidos apoyaba unas leyes y una reglamentación más estrictas. Desde entonces, las opiniones demócratas no han cambiado, pero el apoyo republicano a la protección medioambiental se ha hundido.

¿Qué explica este giro antiecológico?Podríamos estar tentados de culpar a la influencia del dinero en la política, y no cabe duda de que las aportaciones económicas de los contaminadores potencian el movimiento antiecológico en todos los niveles. Pero esto no explica por qué el dinero de las industrias más contaminantes, que antes iba a ambos partidos, va ahora abrumadoramente en una dirección. Tomemos, por ejemplo, la minería del carbón. A comienzos de la década de 1990, de acuerdo con el Centro para una Política Responsable, la industria favorecía a los republicanos por un moderado margen, y daba en torno a un 40% de su dinero a los demócratas. Hoy, ese porcentaje es solo del 5%. El gasto político del sector gasístico y petrolífero ha seguido una trayectoria similar. De nuevo, ¿qué ha cambiado?

Una respuesta podría ser la ideología. La economía convencional no es antiecológica; dice que debería limitarse la contaminación, si bien de formas compatibles con el mercado, siempre que sea posible. Pero el actual movimiento conservador insiste en que la administración pública es siempre el problema, nunca la solución, lo cual crea la voluntad de creer que los problemas medioambientales son falsos y que la política medioambiental hundirá la economía.

Yo supongo, sin embargo, que esa ideología es solo parte de la historia; o más precisamente, es un síntoma de la causa subyacente de la división: la creciente desigualdad.

La historia básica de la polarización política en las últimas décadas es que, a medida que la minoría rica se ha ido apartando económicamente del resto del país, se ha llevado consigo uno de los principales partidos. Ciertamente los demócratas favorecen a menudo los intereses del 1%, pero los republicanos lo hacen siempre. Cualquier política que beneficie a los estadounidenses de clase baja y media a expensas de la élite —como la reforma sanitaria, que garantiza seguro médico para todos y paga esa garantía en parte con los impuestos de las rentas más elevadas— será objeto de una dura oposición republicana.

Y la protección del medio ambiente es, en parte, una cuestión de clase, aunque por lo general no nos lo planteemos de ese modo. Todos respiramos el mismo aire, por lo que las ventajas de controlar la contaminación están distribuidas de manera más o menos igual entre la población. Pero la propiedad de, pongamos, acciones en empresas del carbón se concentra en las manos de unos cuantos ricos. Incluso aunque los costes que supone el control de la contaminación se trasladen en forma de subida de precios, los ricos son diferentes de usted y de mí. Gastan mucho más dinero y, por lo tanto, soportan una parte mayor de esos costes.

En el caso del nuevo plan para reducir el ozono, el análisis del EPA indica que, para el estadounidense medio, los beneficios duplicarían los costes. Pero eso no tiene por qué importarle necesariamente al estadounidense que no forma parte de la media y que dirige las prioridades de uno de los partidos. Lo del ozono, como todo lo demás hoy en día, es una cuestión de desigualdad.

Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía de 2008. © 2014, New York Times Service.Traducción de News Clips.

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