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Columna
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Los caramelos de Podemos

Pablo Iglesias promete una política económica más fácil, pero no hay atajos para el crecimiento

Ángel Ubide

La encuesta del CIS ha generado un cierto pánico en los mercados. De repente, el mundo inversor se ha dado cuenta de que la principal fuerza política española tiene un programa económico un tanto pintoresco, por describirlo de alguna manera. Según algunos analistas, este programa incluye la reestructuración unilateral de la deuda (iniciativa que nunca ha resuelto ningún problema y que pondría a España a la par con Ecuador o Argentina); la reducción de la jornada laboral a 35 horas semanales (el experimento francés para reducir el desempleo que es considerado por todos un fracaso); la reducción de la edad de jubilación (lo que empeoraría la ya frágil solvencia del sistema de pensiones español), la prohibición del despido en empresas con beneficios y la anulación de la reforma laboral de 2012 (lo que empeoraría la terrible dualidad del mercado laboral español, un auténtico desastre para los más jóvenes); el cambio de los estatutos del BCE para que el banco central pueda financiar a los gobiernos en el mercado primario (completamente utópico, ya que los estatutos del BCE solo se pueden cambiar si se cambian los tratados europeos); la recuperación del control público de sectores estratégicos de la económica (la “desprivatización”, en palabras de un analista horrorizado); la creación de un salario básico para toda la población (idea loable, si gozáramos de una amplio superávit fiscal, en lugar de un amplio déficit, se lamentan algunos).

Es posible que algunos analistas no hayan entendido el programa económico de esta formación política, y que la descripción anterior sea errónea. Es posible también que el programa descrito aquí sea simplemente un señuelo para captar la atención, pero que cuando llegue la hora de la verdad la dura realidad de la ortodoxia se impondrá. Es posible, por último, que las propuestas sean veraces y con intención de aplicarlas. Sea como sea, es muy preocupante que el nivel de desesperación de la sociedad española llegue al punto de agarrarse a un clavo ardiendo similar al programa aquí descrito. Si el ejemplo a seguir es Venezuela, les podrá bastar un indicador. Venezuela ha derrochado tanta riqueza desde la llegada de Hugo Chávez al poder que, a pesar de ser uno de los principales países productores de petróleo mundiales, su riesgo país es segundo más alto del mundo –por detrás solo de Argentina, y por encima de Ucrania, un país en guerra civil– y su deuda paga intereses cercanos al 20 por ciento.

El problema con las formaciones de nuevo cuño es que una cosa es hacer campaña, y otra gobernar y participar en las instituciones, y lo primero no suele ser un buen indicador de los segundo. Hasta ahora, parece que la estrategia de Podemos en el Parlamento Europeo, su único lugar de actuación hasta la fecha, ha sido la de oponerse a todo lo que ha propuesto la mayoría. Por ejemplo, han votado en contra de la entrada de Lituania en el euro; visto que Lituania cumple todos los requisitos y tiene la obligación de entrar en el euro una vez cumplidos, me pregunto cuál será la razón para la negativa. Hay una cosa que está clara. Se puede hacer oposición diciendo a todo que no, pero no se puede gobernar.

A su vez, es una estrategia astuta. Es una estrategia de aprovechar el descontento popular para ofrecer una alternativa diferente —sin tener que preocuparse en demasía sobre el contenido de la palabra “diferente”. La caracterización que hace la prensa extranjera es de “izquierda” o “extrema izquierda”, comparado muchas veces con el movimiento griego Syriza, y sobre todo “populista”. Populista en el sentido de que sus objetivos pueden resultar aceptables en abstracto –pero nunca se detalla cual es el coste ni las consecuencias de los mismos, y por tanto son más utópicos que realistas.

La estrategia de Podemos recuerda a uno de los más famosos experimentos en psicología, el caso de los marshmallows (los jamones de esponja, esas chucherías que tanto nos gustaban de pequeños). En los años 1970 un psicólogo de Stanford, Walter Mischel, realizo el siguiente experimento: reunió a un grupo de niños de entre cuatro y seis años en una clase, en la que no había nada más que una mesa con marshmallows, uno por cabeza. A los niños se les dijo que tenían dos opciones: podían comerse el caramelo o, si esperaban un cuarto de hora, podrían comerse dos. Dejaron a los niños solos, y los observaron. Unos niños hicieron de todo para poder aguantar el cuarto de hora, taparse los ojos, darse la vuelta, etc… Otros simplemente se comieron el marshmallow, sin pensarlo dos veces. Mischel luego hizo un seguimiento de estos niños hasta su edad adulta. Y descubrió que los niños que habían sido capaces de ser disciplinados y resistir la tentación del caramelo fácil para luego poder comerse dos habían tenido más éxito tanto en la escuela como en su actividad laboral. Los niños que habían controlado su deseo de comerse el caramelo habían demostrado más racionalidad y menos sentimiento impulsivo, que más adelante les había ayudado en su vida adulta.

Podemos, como Syriza en Grecia, como Beppe Grillo en Italia, está ofreciendo a los ciudadanos caramelos fáciles, apelando al sentimiento impulsivo, al enorme desencanto con la situación actual y con la clase dirigente. Los gobiernos y los políticos son sin duda culpables, con sus errores, su corrupción, y su miopía, de que hayamos llegado a esta situación. La corrupción mata la confianza y el crecimiento. Y la cultura española siempre ha sido tendente a la gratificación inmediata, a la cultura del pelotazo, a la solución rápida. En cierta medida, tenemos lo que nos merecemos. Pero debemos ser disciplinados y entender lo que nos estamos jugando. Reestructurar la deuda, flirtear con salirse del euro, nacionalizar, aspirar a la utopía igualitaria, es tentador. Pero, ¿a quién le ha salido bien, como le pregunta Julia Roberts a su amiga en Pretty Woman? A nadie, que yo sepa. No hay soluciones fáciles. Hay que consolidar el déficit y estabilizar la deuda (recuerden, España tiene el segundo déficit más alto del mundo desarrollado, tan solo por detrás de Japón), restructurar la administración pública para liberar espacio fiscal y reducir la corrupción, mejorar la productividad y, sobre todo, la educación, seguir reduciendo la terrible dualidad del mercado laboral, reducir la desigualdad, atacar el fraude fiscal. Sí, es lo de siempre, porque queda mucho camino por recorrer y los milagros no existen. Recuerden, hay que crecer para poder distribuir. No hay atajos. Esperemos que este susto le dé a la clase política española el valor necesario para hacer autocrítica seria y acometer una reconversión profunda con las medidas necesarias, por drásticas que sean, de la política, para ofrecer, en las próximas elecciones, propuestas coherentes, transparentes, honestas, creíbles y, sobre todo, realistas.

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