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Tribuna
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Una victoria pírrica

Con el triunfo de Kicillof contra Fábrega, el Gobierno argentino profundiza los controles de la economía y el conflicto con el mundo

Cualquier observador cuidadoso afirmará que la catarata de datos que usó la presidenta Fernández de Kirchner para denostar al presidente del Banco Central, Juan Carlos Fábrega, salió del Ministerio de Economía. Era vox populi que el ahora renunciante Fábrega no formaba parte del equipo del ministro Kicillof, y se había constituido en uno de los escollos para el omnímodo poder que este dice necesitar para tener éxito en sus políticas.

Pero no se trata solo de una discusión doméstica por repartirse el poder. En este conflicto hay cuestiones mucho mas profundas, relacionadas con conceptos básicos sobre el funcionamiento de la economía y, por ende, acerca de la esencia de la relación entre la política y la sociedad.

Fábrega llegó al Banco Central en noviembre pasado cuando el Gobierno había perdido definitivamente el control de la economía. Cepo cambiario, espiralización de controles, emisión desenfrenada y sobre todo ignorancia absoluta del sistema de incentivos racionales que definen la toma de decisiones por parte de los agentes económicos, eran alguna de las características de un sistema que tenía como eje al entonces Secretario de Comercio, Guillermo Moreno. Además de la descompresión que significó la salida de Moreno (y la posibilidad de reiniciar negociaciones con el exterior), al poco tiempo Fábrega comenzó a aplicar recetas elementales destinadas a generar incentivos para disminuir en parte la demanda sobre el dólar, tales como usar la tasa de interés y el tipo de cambio, en un fino camino que generó éxitos iniciales.

Con el tiempo, la relación entre Kicillof y Fábrega se deterioró aún más ante el intento del hoy saliente Presidente del Banco Central de liderar una operación de compra de la deuda en litigio con los holdouts a través de bancos públicos y privados. Voces no confirmadas afirman que Kicillof volteó la operación cuando Fábrega ya la había concretado.

Pero, en definitiva, la discusión más profunda tiene que ver con el conflicto entre autoritarismo e incentivos racionales en los comportamientos económicos. Curiosamente, la tesis doctoral de Kicillof asegura que estamos frente al final del capitalismo; y que por tanto es solo el Estado el que a través de su intervención directa puede asegurar inversión, crecimiento y empleo. Más aún, el ministro asume que las reglas de la “buena macroeconomía” son herramientas inventadas por el liberalismo para poner un cepo a la necesaria heterodoxia.

El triunfo de Kicillof contra Fábrega implica que el Gobierno ha abandonado definitivamente el camino de la seducción y optado por el de la coerción

El conflicto es, entonces, entre decisiones individuales guiadas por el egoísmo (o la conspiración, en el lenguaje preferido de Cristina Fernández de Kirchner) y el poder transformador y beneficioso del Estado. Cuando ese conflicto existe, dice Kicillof que es legítimo aplicar variados grados de coerción sobre los agentes económicos para ordenar su comportamiento. Basta ver las recurrentes declaraciones sobre “ganancias excesivas”; obligación de invertir o exportar; o el paquete de leyes aprobadas o por aprobar, para entender el escenario con el que Kicillof pretende tener éxito (aunque no se haya definido en qué consiste tener éxito).

La reciente ley de abastecimiento, por ejemplo, es en sus fundamentos y texto una expresión acabada de la innata desconfianza por las iniciativas racionales individuales y la consecuente necesidad de controlar todas las decisiones propias de la cadena productiva y comercial. El triunfo de Kicillof contra Fábrega implica entonces que el Gobierno ha abandonado definitivamente el camino de la seducción y optado por el de la coerción. En tanto, la presidenta le ha agregado un componente conspirativo como no veíamos desde hace décadas.

El problema es que este giro definitivo ocurre en un momento en el que la caída del PIB en el último trimestre, anualizada, equivale a un 9% anual. O sea, la mayor caída desde 2001, el año de la crisis económica más importante del país en su historia, con el consecuente impacto sobre el empleo. Si el Gobierno no desarrolla ninguna reflexión sistémica sobre las relaciones entre disponibilidad de divisas, importaciones y actividad económica; si sigue creyendo que la demanda por dólares es producto de una confabulación; si profundiza los controles en toda la economía y el conflicto con todo el mundo, la victoria de Kicillof será definitivamente pírrica.

El ministro triunfante—quien se define a sí mismo como “progresista”—tal vez no sepa que los pobres son los primeros en perder el empleo y los últimos en recuperarlo; y que si la inflación les erosiona sus pocos activos, no habrá subsidio social que les permita salir de la pobreza.

Los aplausos que el ministro y la presidenta obtienen por parte de sus militantes en cada discurso combativo, no alcanzarán a tapar el dolor que causa a tanta gente la pérdida del futuro.

Eduardo Amadeo, ex diputado y ex embajador de Argentina en EEUU, es miembro de la Fundación Pensar. Twitter @eduardoamadeo.

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