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Clásicos y futuros en la reforma fiscal

El autor aboga por un consenso político para hacer viable la nueva fiscalidad

En sus Elementos de la ciencia de Hacienda (1825), Canga Argüelles recomendaba “no dejarse arrastrar de alegres teorías ni de cálculos que, pareciendo incontestables en el gabinete, se desacreditan en la práctica partiendo del principio de que no es dado establecer plan alguno de contribuciones [léase, impuestos] capaz de conciliar en su favor todas las opiniones”.

Con la reforma fiscal, se han de observar nuestras peculiaridades (integración económica, demografía, estructura productiva, laboral, empresarial y de consumo, familias diversas, régimen de viviendas y otras cuestiones), así como las preferencias ciudadanas por un potente sector público que, como proclama la Constitución de 1978, integra un “Estado social y democrático de derecho”.

No existe el tributo ideal, algo que sabemos por la teoría y la práctica de la Hacienda Pública. No es óbice para que sus efectos indeseados puedan ser mitigados con un adecuado control de riesgos. Por ejemplo, si el impuesto sobre sucesiones es tan elevado en un territorio que provoca movilidad hacia otro, la respuesta no debe ser suprimir el impuesto —cuyo componente de redistribución es innegable—, sino una armonización que minimice el problema.

El inmovilismo fiscal de las últimas décadas parecía proscribir cualquier figura tributaria porque causaba “males a la nación”, en expresión clásica. Pero en realidad, se estaba gestando un debilitamiento estructural del sector público, fiando la recaudación casi en exclusiva al efecto del multiplicador fiscal, de tal forma que si la economía crecía, lo supuestamente apropiado era rebajar los tipos de gravamen para no ingresar en exceso. Así, la crisis encontró al sistema tributario español desvalido, sin ahorro y con un insoportable nivel de fraude, lo cual desembocó en las mayores caídas de recaudación de la UE y la OCDE. Las medidas desde 2010 sólo han sido paliativas y parciales. La necesidad de la reforma fiscal era ya un clamor.

Una sociedad madura no puede ser hipócrita, pretendiendo servicios públicos de calidad con bajos impuestos, en un estricto escenario de estabilidad presupuestaria. El “santo temor al déficit” —en célebre frase de Echegaray— no puede transmutar en un miedo reverencial a los impuestos ni a sus efectos sobre la eficiencia o la equidad. Sobre este segundo principio, es preciso avanzar hacia un trato tributario similar a los que son iguales, pero también hacia un gravamen progresivo y diferenciado a quienes exhiben condiciones muy distintas de renta o riqueza. La seguridad jurídica y la sencillez son valores a impulsar, lo mismo que la flexibilidad ante realidades cambiantes. Es poco honesto y muy desleal simplificar mensajes (“bajar es bueno”), hacer excesivo electoralismo o abstraerse de la descentralización de raíz constitucional y hasta tratar de revertirla.

Debe partirse de un acuerdo sobre el volumen de gasto público a financiar, poniendo a su servicio las grandes figuras del sistema y el conjunto de la tributación autonómica y local. Para esta meta hay que articular un doble consenso político: entre partidos y entre niveles de gobierno.

Esta reforma fiscal podría terminar con los parches y poner ruedas nuevas para un difícil recorrido. El riesgo es que pinchemos en el primer kilómetro.

Roberto Fernández Llera es doctor por la Universidad de Oviedo y miembro correspondiente del Real Instituto de Estudios Asturianos.

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