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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Desiertos injustos

La mejor crítica del libro Capital in the Twenty-First Century (El capital en el siglo XXI) de Thomas Piketty que he leído hasta ahora es la que publicó mi amigo y coautor frecuente Lawrence Summers en Democracy Journal de Michael Tomasky. Vaya y lea ese texto de inmediato.

¿Todavía está ahí? ¿Qué quiere decir, que no está dispuesto a leer 5.000 palabras? Sería un tiempo bien invertido, se lo aseguro. Pero si todavía está ahí, no le voy a ofrecer una sinopsis ni le voy a revelar las partes más destacadas. Más bien, les voy a ampliar brevemente una información aclaratoria menor, un apartado en la crítica de Summers sobre filosofía moral.

“Hay mucho de criticable en los acuerdos existentes entre las corporaciones y el Gobierno”, escribe Summers. “Sin embargo, creo que a la gente como Piketty que desestima la idea de que la productividad tenga algo que ver con la compensación habría que darle un tiempo para recapacitar”. ¿Por qué? “Los ejecutivos que ganan más dinero no están dirigiendo compañías públicas” y “llenando los consejos de dirección de amigos”, dice Summers. Por el contrario, son “elegidos por firmas de capital privado para dirigir las compañías que controlan. Esto no implica de ninguna manera justificar desde un punto de vista ético una compensación exorbitante —sólo se trata de plantear un interrogante sobre las fuerzas económicas que la generan—”.

Esta última oración indica que nuestra discusión filosófico-moral sobre quién merece qué se ha entremezclado con la economía de la teoría de la productividad marginal de la distribución de ingresos de una manera esencialmente inútil. Supongamos que efectivamente haya ejecutivos dispuestos a pagar toda una fortuna para contratarlo en una transacción verdaderamente fuera de su alcance, no porque usted les haya otorgado favores en el pasado o porque esperen favores de usted en el futuro. Eso, dice Summers, de ninguna manera significa que usted “se gane” o “merezca” esa suerte.

Si usted gana la lotería —y si el objetivo del gran premio que usted recibe es el de inducir a otros a sobreestimar sus posibilidades y comprar billetes de lotería y así enriquecer al operador de la lotería—, ¿usted “merece” acaso el premio? A usted lo pone contento que le paguen y el operador de la lotería está contento de pagarle, pero los demás que compraron los billetes de lotería no están contentos —o, quizá, no estarían contentos si entendieran cuáles eran en verdad sus posibilidades de ganar y que su triunfo estaba destinado a engañarlos.

¿Tiene usted la obligación de pasar su vida posvictoria diciéndole a todo el mundo que lo que deberían hacer es poner el dinero que gastan en billetes de lotería en un fondo de pensión con una alta inversión en acciones y con beneficios impositivos, por medio de lo cual, en lugar de pagar a la casa por el privilegio de apostar, ellos son la casa y ganan un 5% anual? ¿Está moralmente obligado, como el “viejo marinero” del poema de Coleridge, a contarle su historia a todo aquel con el que se cruza?

Tendríamos una discusión mucho más clara sobre cuestiones vinculadas a la desigualdad y la distribución si, simplemente, nos atuviéramos a consideraciones respecto del bienestar humano y los incentivos útiles

Yo diría que sí está obligado. Y diría que lo mismo se aplica en términos más generales a los generadores de desigualdad a los que nosotros los economistas llamamos “torneos”. Parece ser que los torneos son buenos mecanismos de incentivo: si se ofrecen unos pocos premios grandes, mucha gente correrá a probar su suerte. Pero, dada la aversión humana al riesgo, la única razón sensata para organizar un torneo es que impone distorsiones cognitivas al participante típico. Usted, el organizador, los está perjudicando —es decir, a sus mejores exponentes y los más racionales— al alimentar sus distorsiones; como mínimo, usted está favoreciendo e incitando su autolesión (ya que ellos, como los participantes de la lotería, están haciendo una libre elección).

Pero hay más. Supongamos que, de alguna manera, a usted le pagan por su producto marginal genuino a la sociedad. El hecho de que usted sea lo suficientemente afortunado como para extraer su producto marginal es, digamos, una cuestión de suerte. Otros no son tan afortunados. Otros encuentran que su poder de negociación es limitado —tal vez a lo que sería su estándar de vida si se mudaran al Yukón y vivieran de la tierra—. ¿Usted merece su suerte? Por definición, no: nadie merece la suerte. ¿Y qué les debe a quienes estarían en condiciones de obtener lo que merecen si usted no hubiera sido tan afortunado de llegar primero?

Y, por supuesto, ¿en qué sentido usted es el responsable de vivir en el ambiente correcto para que usted y sus habilidades sean altamente productivas en la economía de hoy? ¿De qué manera, exactamente, usted eligió ser el hijo de los padres correctos? ¿Por qué, al final de cuentas, sus resultados favorables no son producto de la suerte, pura e inmerecida?

Tendríamos una discusión mucho más clara sobre cuestiones vinculadas a la desigualdad y la distribución si, simplemente, nos atuviéramos a consideraciones respecto del bienestar humano y los incentivos útiles. El resto es ideología meritocrática y, como sugiere la acogida del libro de Piketty, esa ideología tal vez ya haya seguido su curso.

J. Bradford DeLong, ex subsecretario adjunto del Tesoro de Estados Unidos, es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley y miembro de la Oficina Nacional de Investigación Económica.

Copyright: Project Syndicate, 2014.

www.project-syndicate.org

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