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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Entonces, ¿cuál era la pregunta?

Si las formaciones políticas en el Parlamento Europeo, conservadores y socialdemócratas, no hacen nada para acabar con las causas del malestar popular sería un error dramático

Antón Costas

En su magistral obra Capitalismo, socialismo y democracia, el gran economista austriaco-norteamericano Josep A. Schumpeter sugirió que el mercado político de una democracia funciona de forma parecida a un mercado de bienes. Por un lado están los compradores, ciudadanos dispuestos a comprar políticas que satisfagan sus preferencias. Por otro, los vendedores, partidos que ofrecen políticas que prometen remediar los males de los ciudadanos a cambio de sus votos.

Si aplicamos este enfoque a las elecciones europeas, podemos decir que lo que ha ocurrido es que muchos votantes han decidido dejar de comprar los “productos de marca”, ya sea conservadora o socialdemócrata, que han dejado de satisfacer sus necesidades y han optado por “marcas blancas”, que, por así decirlo, ofrecen productos políticos low cost (bajo coste), poco sofisticados en sus contenidos, pero que prometen responder mejor a sus necesidades y preferencias.

¿Y qué tipo de producto han comprado? Si juzgamos por lo que ofrecen los grupos políticos que, reconozcámoslo, moralmente han ganado las elecciones, los votantes han comprado un producto distinto al que ofrecían los partidos tradicionales en relación con cuatro cuestiones: las políticas presupuestarias, las financieras, las de inmigración y el independentismo. Los tres primeros son ámbitos de soberanía nacional que se han cedido a las autoridades de Bruselas y de Fráncfort. Por tanto, se puede decir que la respuesta de los votantes ha sido comprar un producto que ofrece una cierta renacionalización de las políticas europeas.

Si la respuesta ha sido ésta, ¿cuál era la pregunta?

<TB>Podríamos formularla de esta manera: ¿están los votantes europeos dispuestos a seguir apoyando una política económica que ha provocado un escenario prolongado de bajo crecimiento, alto desempleo y elevado endeudamiento? La respuesta ha sido no.

¿Cuál es la causa de este escenario caótico? La política nihilista defendida por el Consenso de Bruselas frente a la crisis de deuda que emergió en 2010. Una política basada en dos pilares. Por un lado, en el recorte de gasto social, el aumento de impuestos y la reducción de salarios recomendados y casi impuestos desde Bruselas. Por otro, en la pasividad financiera de la autoridad monetaria europea.

¿Cómo surgió ese Consenso de Bruselas? El hecho de que la crisis de la deuda comenzase en Grecia ha sido una tragedia. La situación griega alimentó la visión de que todos los males de los países sobreendeudados eran debidos a la prodigalidad de los Gobiernos. Si esa era la causa, la solución estaba en la austeridad. Sólo así se podría hacer frente a los compromisos con los acreedores, especialmente la banca alemana, francesa e inglesa.

Si en vez de en Grecia la crisis hubiera explotado primero en Irlanda, cosa posible, esa explicación no hubiese servido. Irlanda tenía superávit presupuestario, su deuda pública era muy baja y era considerado el “tigre celta” en cuanto a competitividad. Se hubiese visto claramente que el problema era el sobreendeudamiento del sector privado, en particular de la banca. La solución hubiese sido entrar a saco en la banca, practicar cirugía rápida para sanearla y cargarle las pérdidas. Eso es lo que hicieron el Gobierno de Bush en EE UU, y el laborista de Brown en el Reino Unido. Y miren lo bien que esas economías han salido de la recesión y han creado empleo. Pero en Europa el Consenso de Bruselas sirvió para justificar una explicación errónea de las causas y para hacer recaer las pérdidas bancarias en los ciudadanos, lo que a la postre ha llevado a la economía a la recesión y al desempleo.

¿Qué habría que hacer? Muchas cosas. La primera, cebar la bomba de la economía. Las autoridades europeas se comportan como mecánicos afanados en poner a punto el motor, pero que no quieren gastar un euro en gasolina para ponerlo en marcha. Esto da lugar a una paradoja. La Comisión Europea y los Gobiernos nacionales gastan decenas de miles de euros al año en cobertura a los parados, pero rechazan invertir un poco para poner a funcionar la economía, lo que reduciría el número de parados y el gasto. No me pregunten por qué actúan de esta forma. La explicación pertenece al campo de la ideología o de la magia, no al de la economía.

En todo caso, esta política nihilista provoca resentimiento en las personas que más sufren sus consecuencias. A su vez, este resentimiento genera apoyo a propuestas populistas y nacionalistas. Alemania sabe mucho de este resentimiento transformado en populismo nacionalista. Lo vivió después del Tratado de Versalles, que estableció las compensaciones a pagar a los vencedores de la I Guerra Mundial. Esas compensaciones provocaron estancamiento, paro y miseria en Alemania. En aquellas circunstancias, los ciudadanos apoyaron masivamente las propuestas populistas del nuevo partido social-nacionalista alemán que ganó las elecciones de junio de 1933.

Los votantes europeos han dicho que no quieren seguir apoyando una política económica que les obliga a pagar compensaciones injustas a los bancos prestamistas. Y reaccionan apoyando propuestas populistas y nacionalistas. Ya lo dijo Mark Twain, la historia no se repite, pero rima.

Las elecciones deberían servir para cambiar este estado de cosas. El riesgo es que las dos grandes formaciones políticas en el Parlamento Europeo, conservadores y socialdemócratas, se alíen para matar al mensajero, pero no hagan nada para acabar con las causas del malestar de los ciudadanos. Sería un error dramático.

Antón Costas es Catedrático de Economía en la Universitat de Barcelona

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