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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La política económica de la Transición

Suárez presidió uno de los periodos de reformas económicas más intensos de nuestra historia

José Luis Leal

Cuando se habla de la política económica de la Transición, lo primero que suele recordarse, con razón, son los Pactos de La Moncloa. Fueron muy importantes, no solo porque consiguieron poner fin a la deriva inflacionista que amenazaba con destruir la estructura productiva de España, sino también, y de manera fundamental, porque neutralizaron las consecuencias políticas y sociales del ajuste de la economía. Gracias a ello fue posible la elaboración de una Constitución de consenso aprobada por la inmensa mayoría de los españoles. Fueron importantes también porque fueron una manifestación ejemplar del espíritu de diálogo y compromiso de los Gobiernos del presidente Adolfo Suárez.

La primera gran reforma que tuvo lugar y que había sido anunciada nada más tomar posesión el Gobierno que se formó tras las elecciones generales de junio de 1977 fue la reforma fiscal, necesaria desde el punto de vista de la justicia social y necesaria también desde el punto de vista de la eficiencia de la producción. Durante los últimos años de la dictadura, el temor a los conflictos sociales hizo que los aumentos salariales se negociaran sobre la base de “la inflación más tres puntos” y que se generalizaran los aumentos lineales cuyas consecuencias sobre la productividad fueron devastadoras. La reforma fiscal permitió repartir equitativamente las cargas del ajuste y situar la redistribución de la renta en el lugar que le correspondía salvando con ello la productividad en las empresas, requisito indispensable para mantener su competitividad en una economía que poco a poco tenía que abrirse al mundo. Fue un gran paso adelante que contribuyó decisivamente a la credibilidad de la democracia.

Tras la desaparición del sindicato vertical, los sindicatos democráticos comenzaron su andadura. Eran débiles porque venían de la clandestinidad. Era necesario reconocerlos y darles la oportunidad de llevar a cabo su tarea. Había quienes decían que era un error ayudarles a fortalecerse, que la economía funcionaría mejor sin sindicatos que con ellos. Esta tesis no tenía en cuenta los peligros de la anomia social y del asambleísmo que inevitablemente se habrían producido. Los sindicatos que tuvieron el coraje de adherirse a los Pactos de La Moncloa, firmados por los partidos políticos, fueron a explicar su contenido a las fábricas y afrontaron a menudo la incomprensión de los militantes y la devolución de carnés sindicales. A pesar de ello, en los meses que siguieron, los sindicatos se consolidaron y se legitimaron ante sus bases, por lo que fue posible, unos meses más tarde, la firma del Acuerdo Marco Interconfederal con la patronal CEOE. El protagonismo recuperado de los agentes sociales permitió el inicio del diálogo social, que ha sido uno de los pilares de la estabilidad política y social que ha caracterizado hasta ahora a nuestra democracia.

La mejora de la protección social fue una preocupación constante desde el principio. La gran mayoría de los desempleados estaban prácticamente desprotegidos —la solución hasta entonces había consistido en la emigración masiva hacia los países del norte de Europa— y las pensiones eran claramente insuficientes. La Seguridad Social se estructuraba en torno a un tronco central en el que se integraban diversos regímenes y al que se añadía un extenso entramado de mutuas cuyo control era prácticamente imposible. Llevó muchos meses de trabajo desenmarañar sus cuentas, requisito indispensable para construir sobre una base sólida las cotizaciones y las prestaciones. Se decidió aumentar las transferencias del Estado a la Seguridad Social para poder reducir las cotizaciones de empresarios y trabajadores y luchar contra el desempleo, que crecía con alarmante regularidad.

El sistema financiero era arcaico e ineficiente, como recordarán los escasos españoles que tenían acceso al crédito hipotecario. Era además un sistema mediatizado por el Estado. Se redujeron progresivamente los abultados coeficientes de los bancos, y sobre todo de las cajas de ahorros, y se abrió el mercado al exterior, permitiendo el acceso limitado al mismo por parte de banca extranjera. No se quiso colocar de golpe al sistema financiero ante una difícil situación que habría podido cuestionar su existencia, sino crear una dinámica que permitiera aumentar con rapidez su eficiencia. Desde el primer momento se hizo saber a las instituciones financieras que el camino era irreversible. Al cabo de unos pocos años, el sistema financiero español se había modernizado y podía competir ventajosamente con otros sistemas más asentados, como se demostró palmariamente no solo en el mercado nacional, sino en terceros mercados como, por ejemplo, el latinoamericano.

El Banco de España era considerado por muchos como “una dirección general del Ministerio de Hacienda”. Afortunadamente, los últimos gobernadores habían profesionalizado su gestión, pero la estructura de sus órganos rectores era completamente anacrónica: en su consejo estaban representados los sindicatos verticales. Aprovechando la necesidad de modernizar su estructura, se incluyó en la ley que la renovó su autonomía institucional. Fue un paso adelante que permitió consolidar el excelente trabajo que estaba llevando a cabo con la construcción de un mercado monetario digno de tal nombre.

Fue necesario hacer frente a la crisis financiera provocada tanto por la imprudencia de los gestores de los nuevos bancos que se habían autorizado unos años antes como por el deterioro que la crisis industrial había producido en los balances de los bancos, esencialmente en los que eligieron el estatuto de banco industrial. Para hacer frente a la crisis se creó el Fondo de Garantía de Depósitos, que entonces era una novedad en Europa, aunque no en Estados Unidos, en donde funcionaba desde hacía tiempo. El nuevo fondo permitió hacer frente a una crisis cuyas consecuencias podrían haber cuestionado la democracia misma. Una parte considerable de las ayudas que hubo que movilizar se recuperó más tarde.

No sería justo terminar este breve repaso de la ingente obra económica de Adolfo Suárez sin mencionar la liberalización del mercado interior, la reducción de las tarifas aduaneras, la adopción del Estatuto de los Trabajadores, la ampliación de la cobertura médica y del desempleo y un largo etcétera, que hizo de aquellos pocos años uno de los periodos de reformas más intensos de nuestra historia. Y ello a pesar del impacto de la segunda crisis del petróleo, que golpeó con fuerza a nuestra economía, y del difícil clima político de la Transición, con un partido, la UCD, que no era sino un frágil aglomerado de tendencias muy diversas, con el trasfondo permanente de los atentados de ETA y el ruido de sables. Las reformas fueron posibles gracias al carácter abierto y dialogante de Adolfo Suárez, a su honestidad e inteligencia y, en definitiva, a la determinación y el coraje con el que supo impulsar, con el apoyo constante del Rey, las reformas que España necesitaba.

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