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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sigamos a la Reserva Federal

Roger B. Myerson, premio Nobel de Economía de 2007, iniciaba así una reseña del libro de Admati y Hellwig, traducido con el título El nuevo traje del banquero: qué ocurre con la banca y qué hacer con ella: “Esperábamos que la Gran Recesión de 2007 produjera escritos dignos de una atención global similar a la que recibió la Teoría General de Keynes en 1936. Admati y Hellwig lo han hecho… Utilizan su dominio de la teoría económica para identificar un problema crucial que los ciudadanos informados necesitan entender: que los bancos deberían estar obligados a tener mucho más capital”.

No hay mucho que añadir al escrito de Myerson, pero sí merece la pena reflexionar sobre algunas cuestiones, precisamente ahora que la Reserva Federal de Estados Unidos acaba de requerir más capital a determinados bancos.

La regulación de requerimientos de capital de Basilea III descansa en dos reglas básicas: un capital en función del riesgo de los activos del banco y un límite total al endeudamiento. Para el cálculo del capital se aplican unos coeficientes a los distintos tipos de activo, coeficientes que van desde el valor cero para los títulos de deuda pública de casi todos los países de la OCDE hasta un valor de 100 para los créditos sin garantías a empresas industriales. Por ejemplo, un banco que solo tuviera en su activo 100.000 millones de euros en bonos garantizados con hipotecas y calificados como triple A necesitaría por la primera regla 1.600 millones de capital, lo que significa un 1,6 % del total de sus activos. En efecto, la regulación establece que el porcentaje de requerimientos de capital del 8%, se aplique no a la totalidad de los bonos, sino al 20% del valor de los mismos (estos requerimientos serán del 10,5% en 2019). La segunda regla —el límite de endeudamiento— exige que la ratio entre recursos propios y activos sea igual o superior a tres. Es decir, en el ejemplo, el banco debería tener 3.000 millones de capital. No obstante, la banca europea ha conseguido renegociar que en el cálculo del 3% se descuenten las operaciones de cobertura. Ningún conocedor de la gestación y desarrollo de la crisis de 2007 diría que estas operaciones están exentas de riesgos.

Los requerimientos de la regulación de Basilea III están muy lejos de lo que ocurría en la banca a principios del siglo XX y de lo que ocurre en cualquier empresa no financiera en el siglo XXI. Entonces, los bancos tenían habitualmente un volumen de fondos propios equivalente al 25% de sus activos totales, y en la actualidad, la mayoría de las empresas industriales asumen unas ratios de capital superiores al 30%. A este respecto, cabe destacar el paso dado por los dos grandes bancos suizos que van a disponer del 19% de capital sobre los activos ponderados por riesgo. Da la impresión de que la regulación bancaria sobre el capital de los bancos redujera, en lugar de aumentar, los requerimientos de los mercados. Este resultado no es extraño cuando se toma en consideración el subsidio implícito que los bancos reciben debido a la creencia justificada de los mercados de que los bancos regulados continuarán pagando sus deudas aunque pierdan todo su capital y disminuya el valor de sus activos.

Subir los requerimientos de capital es necesario, pero debe plantearse a medio y largo plazo

Algunos afirman que la exigencia de mayores requerimientos de capital aumenta los costes de la financiación bancaria. Esta afirmación es poco exacta. La estructura financiera de un banco, es decir, la relación entre fondos propios y ajenos, determina cómo se dividen los riesgos y las retribuciones entre los accionistas de un lado y los tenedores de deuda y depositantes por otro, pero no afecta por sí mismo a los costes de financiación, como demuestra el teorema de Modigliani-Miller. Obviamente, la garantía explícita que tienen los depósitos bancarios y la implícita del resto de la financiación de los bancos modifican de forma perversa las conclusiones del anterior teorema.

Otros argumentan que un aumento de los requerimientos de capital supondría restringir los préstamos e impedir el crecimiento económico; esto no es así, más bien al contrario. Quizá, como sugieren Anat Admati y Martin Hellwig, están queriendo decir algo muy diferente: como los bancos no quieren aumentar sus niveles de capital ni reducir su nivel de rentabilidad, no se puede aumentar la ratio entre capital y volumen de activos.

Sin embargo, debe quedar claro que mientras mejor capitalizados estén los bancos, mayor será su capacidad de obtener fondos para financiar una expansión del crédito y mayor será el incentivo para dar nuevos préstamos con una combinación apropiada de rentabilidad y riesgo. Otra cosa es cuando se pasa al sector público parte de los costes de la financiación a través de las garantías implícitas a los bancos.

La idea que subyace tras las fórmulas utilizadas para calcular las exigencias adecuadas de capital ponderadas por riesgo es alentar a los bancos a realizar inversiones más seguras. Sin embargo, en la práctica se han convertido en un sistema para reducir las necesidades de capital de los bancos. De hecho, la ponderación bajaba tanto las ratios de capital que, como se ha mencionado anteriormente, los reguladores de Basilea III tuvieron que exigir una ratio mínima de capital sobre activo del 3%. Las regulaciones que utilizan las ponderaciones de riesgo para el cálculo del requerimiento de capital, además de reducir de forma solapada las necesidades de capital, traen complicaciones adicionales. Primera, la clasificación de ciertos activos como seguros puede crear un riesgo sistémico grave cuando alguna clase de esos activos se haya clasificado incorrectamente como “seguro”. Pensemos lo que ocurrió con las titulizaciones respaldadas por las denominadas hipotecas basura que los reguladores habían clasificado como seguras y, por tanto, con unas exigencias de capital mínimas. Segunda, en el sistema actual de ponderación del riesgo, la eliminación de las ponderaciones, que favorecen la inversión bancaria en valores negociables, aumentaría los incentivos de los bancos para financiar los préstamos tradicionales a las empresas. Tercera, la libertad que se ha dado a los bancos para que, a través de modelos internos, definan sus propios requerimientos de capital hace la supervisión difícil y poco transparente.

La cuestión, como sugiere Myerson, es promover un cambio radical de enfoque de la regulación bancaria que exija mucho más capital a los bancos y abandone paulatinamente las regulaciones intervencionistas que serían superfluas e ineficientes con un buen colchón de capital. Esto no significa exigir un aumento inmediato del capital, pues hacerlo a corto plazo y de forma no programada tendría un coste prohibitivo.

Un nuevo enfoque regulatorio, que exija a los bancos una estructura de capital suficiente para evitar crisis bancarias, requiere un proceso continuado en el que los aumentos de capital se hagan a lo largo del ciclo económico, acelerando durante los periodos de crecimiento más rápido y frenando en los de crecimiento más lento. Caminar en la dirección de exigir más capital bancario requeriría, seguramente, revisar las normas fiscales que desincentivan el empleo de financiación propia, al hacerla mucho más cara que la financiación ajena. Resulta paradójico e incomprensible que se apliquen regulaciones para limitar la deuda de los bancos y, a la vez, la deuda reciba un trato fiscal más favorable que al capital.

Una regulación basada en estructura de capital sólida no necesitaría hacer clasificaciones de los activos en función de su riesgo para determinar las necesidades de capital, ni necesitaría los modelos ad hoc de los bancos para el cálculo del capital regulatorio. No precisaría el establecimiento de impuestos finalistas a los bancos para dotar un fondo para hacer frente a posibles problemas bancarios. Ni tendría sentido obligar a los bancos a disponer de la denominada deuda contingente; es decir, la deuda que se convertiría en capital en situaciones de quiebra bancaria. Estas regulaciones que ahora aparecen como necesarias, precisamente por la escasez de capital, reducen significativamente el incentivo para realizar una gestión adecuada de los riesgos, encarecen el coste de la financiación y son de aplicación compleja y conflictiva.

Paulina Beato es catedrática de Análisis Económico y técnico comercial y economista del Estado.

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