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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿A qué espera el BCE?

Fue el pasado noviembre cuando el Banco Central Europeo (BCE) adoptó su última decisión: redujo su tipo de interés de referencia, el tipo repo, al 0,25%. No ha sido suficiente para que mejoren las previsiones de crecimiento de la eurozona de forma significativa, ni para que el euro ceda en su apreciación, y mucho menos para neutralizar el inquietante ritmo de descenso de los precios. Desde entonces, el Consejo de Gobierno de esa institución, esencial para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, no ha hecho sino observar y declarar.

Tampoco reaccionó la semana pasada, a pesar de las advertencias acerca de los peligros asociados a la continuidad de esa espiral de descenso de la inflación. Entre los avisos hay que destacar el del Fondo Monetario Internacional (FMI) a través de su directora general, que ha vuelto a alertar del “ogro de la deflación” y poco después el propio gobernador del Banco de España mostraba su confianza en la adopción de decisiones que trataran de neutralizar esos razonables temores. La inacción del Banco Central ha tratado de ser compensada con una declaración algo más enfática que las anteriores acerca de la disposición de ese Consejo de Gobierno a actuar si esas caídas de precios persisten. Su presidente ha hecho hincapié en el acuerdo “unánime” de su Consejo para usar instrumentos no convencionales, pero compatibles con su mandato, para enfrentar esos riesgos ya visibles de prolongada caída en la inflación.

La reacción de los mercados financieros ha sido favorable. Los tipos de interés de los bonos italianos, irlandeses, portugueses, españoles, incluso los griegos, cayeron de forma significativa: sus precios reflejaron la demanda de inversores que concedieron verosimilitud al aviso de intervención. El tipo de cambio del euro se depreció ligeramente y las Bolsas subieron. En cierta medida, esa reacción ha recordado aquella otra más singular de julio de 2012 en la que frente a las presunciones de que los mercados ansiaban más dosis de austeridad, el mero anuncio de la disposición del presidente del BCE de que haría todo lo necesario para evitar la fragmentación del euro fue suficiente para que las exigencias de rentabilidad de los inversores en bonos italianos y españoles remitieran de forma bien significativa.

Hasta aquí solo cabe constatar que los mercados financieros le siguen concediendo predicamento al BCE. Pero, cuidado, solo de advertencias no se vive. Y esos amagos o demostraciones de sangre fría pueden perder su capacidad intimidatoria y dar paso rápidamente a desautorizaciones, a pérdidas de credibilidad, que nos pueden costar muy caras. A las declaraciones han de seguirle de vez en cuando decisiones concretas. Las espasmódicas reacciones de los mercados dejan paso muchas veces a una digestión menos favorable. Si no existen restricciones para actuar, ¿a qué espera el BCE?

Si los fundamentos son tan claros, mejor no jugar con consideraciones políticas

No es nueva la advertencia de que el conjunto de la eurozona se ha acercado demasiado a un escenario de japonización, pero con tasas de desempleo mucho mayores que las de aquella economía en el peor de sus casi 20 años de estancamiento con baja inflación. El crecimiento del PIB de la eurozona que el propio BCE anticipa para este año es del 1,2%, sin que supere el 1,8% en 2016. El desempleo sigue por encima del 12%, duplicándose en algunas economías periféricas como la española.

Un cuadro que no propicia crecimientos de la demanda interna, tributaria de descensos en la renta disponible consecuentes con esas elevadas tasas de paro, caídas en las remuneraciones salariales y la exigencia de atender el servicio de elevados montantes de deuda privada. La compensación de la debilidad de la demanda interna por el aumento de las exportaciones tiene en la apreciación del tipo de cambio del euro un serio obstáculo a las ventas fuera de la eurozona. Un euro apreciado, además de reducir la competitividad de las exportaciones, actúa como un filtro antiinflación (desde su mínimo en 2012 habría contribuido, según el propio BCE, a reducir la tasa de inflación de la eurozona en 0,4 puntos porcentuales), sin facilitar el alejamiento de los temores deflacionistas.

No necesitamos caer en la definición más estricta de deflación, discutida en un blog en este mismo periódico (http://blogs.elpais.com/finanzas-a-las-9/2014/03/deflacion-otra-amenaza-a-la-eurozona.html), para considerar con preocupación las caídas en el nivel general de precios en toda el área. En el conjunto de la eurozona, los precios crecieron en términos interanuales solo un 0,5% en marzo, pero en economías como la española cayeron un 0,2%, la más pronunciada desde 2009. Son tasas muy distantes de ese objetivo del 2% mantenido por el BCE en su vigilancia de la estabilidad de precios. Y, desde luego, poco favorecedoras de la reanimación del consumo y la inversión.

La presunción de que los precios seguirán cayendo aplaza las decisiones de gasto y dificulta notablemente la reducción de las deudas. El impacto favorable en la competitividad exterior que tendrían esos precios más bajos es limitado si los de nuestros principales competidores no suben de forma significativa. La caída continua de la inflación beneficia a los ahorradores netos, pero en aquellas economías como la nuestra el conjunto de los agentes privados y de las Administraciones públicas son deudores importantes. No menos importante, los temores también están justificados por lo que la evidencia nos dice acerca de las dificultades para contener una espiral deflacionista, no precisamente menores a las que impiden contener la inflación.

De las decisiones que podría adoptar el BCE no cabe descartar modificaciones en algunos de los tipos de interés de referencia, reducciones adicionales de los tipos de interés, como la directora gerente del FMI ha sugerido. Pero es más fácil convenir en el mayor impacto que tendrían decisiones asimilables a las amparadas bajo el enunciando de “estimulación cuantitativa” (QE, por sus iniciales en inglés): creación de dinero mediante compras de bonos públicos u otro tipo de valores privados en los mercados secundarios con el fin de reducir los tipos de interés de los mismos, de forma similar a como lo han llevado a cabo los bancos centrales de Estados Unidos o Reino Unido.

Se supone que son aspectos técnicos, de instrumentación de esas compras, los que está estudiando el BCE. Según un documento del BCE al que ha tenido acceso un periódico alemán, se estaría estudiando la realización de compras por 1 billón de euros, a razón de 80.000 millones mensuales durante un año, destinados en su mayoría a la compra de títulos de deuda denominados en euros de economías periféricas. El efecto de esas compras sería un aumento de la inflación en el área en 2016 entre 0,2 y 0,8 puntos porcentuales.

La oposición a la adopción de decisiones de ese tenor se ha ido reduciendo en los últimos meses. Las últimas declaraciones del presidente del Bundesbank, Jens Weidmann, admitiendo la conveniencia de esas intervenciones, preferiblemente de bonos privados, son un exponente de la inquietud creada por esas amenazas deflacionistas. ¿A qué espera entonces el BCE? Si los fundamentos técnicos están tan claros, mejor no jugar con consideraciones políticas, como podría ser su condicionamiento a la celebración de las próximas elecciones al Parlamento Europeo. Si así lo hiciera, llevarían razón aquellos que consideran que aplazar decisiones técnicamente necesarias por factores políticos dañaría seriamente el principal activo de esa institución: su credibilidad. Mejor no esperar a junio.

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