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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

España necesita un nuevo contrato social

Precisamos cambios para construir un proyecto de futuro que genere ilusión y regenere el pegamento social

Antón Costas

España es hoy un Estado sin contrato social. A mi juicio, esta es una de las razones de las dificultades que ahora tenemos para encontrar una salida adecuada a la crisis económica y política que vivimos.

Utilizo aquí el término contrato social en sentido metafórico para referirme al acuerdo sobre la forma de organizar la vida en común que necesita una sociedad pluralista y abierta para poder funcionar. Tiene una dimensión formal y escrita, que es la Constitución, pero va más allá. Como ocurre en el seno de una familia, abarca compromisos no escritos sobre cómo organizar la vida en común y sobre el reparto de derechos y responsabilidades. Es como un pegamento invisible que toda sociedad necesita para mantenerse unida y afrontar los retos de futuro.

España construyó un contrato social de este tipo a la salida del franquismo. El resultado fue el llamado modelo español de la Transición, que tantos frutos rindió durante tres décadas. Pero hoy muestra cierto agotamiento en alguno de sus aspectos básicos. Es como si el pegamento hubiera perdido fuerza.

No es difícil identificar algunos aspectos que hoy presentan claros signos de agotamiento. Permítanme señalar seis:

1. Las relaciones laborales. El modelo laboral está sometido a fuerte cuestionamiento entre sus tres principales actores: patronales, sindicatos y Gobierno. Modificado a impulsos compulsivos, necesita de una reforma que prevea, además de los aspectos jurídicos de la contratación, las relaciones colectivas en el seno de las empresas y, especialmente, la formación de los trabajadores. En particular de los más jóvenes. No solo por razones de equidad sino también de productividad a largo plazo.

2. El modelo productivo. Sesgado hoy en demasía hacia un capitalismo concesional y especulativo que propicia la corrupción política, nuestro modelo productivo necesita de una intensa reindustrialización. Solo la industria, entendida en un sentido amplio, que abarca no solo a la manufactura sino también a las cadenas de distribución al por menor de la alimentación, del textil o del turismo, es el sector que tiene más capacidad de empleo del tipo que necesita la economía española.

3. Las prioridades del gasto público. Hoy esas prioridades están sesgadas hacia los mayores, en perjuicio de los más jóvenes. Hablamos mucho de mantener las pensiones de los actuales jubilados o próximos a jubilarse, pero poco de cómo ofrecer oportunidades a los jóvenes o cómo fortalecer las capacidades de innovación y creación de empleo, cosas sin las cuales será difícil mantener el sistema público de pensiones.

4. La reforma fiscal. El modelo tributario de la Transición, basado en el lema de “Hacienda somos todos”, hace aguas por todos los lados. El reparto de cargas fiscales está castigando especialmente a las clases medias. Y por el lado productivo, castiga a los emprendedores.

5. La financiación de las administraciones territoriales. Las comunidades autónomas y ayuntamientos son los responsables de proveer los servicios públicos básicos. Sin embargo, el modelo de financiación de esos servicios presenta graves deficiencias e inconsistencias que generan agravios.

6. El papel del Estado en el reequilibrio económico y territorial. Sorprende ver cómo solo hay dos organismos del Estado fuera de Madrid. Son la Escuela Militar de Zaragoza y la Escuela Judicial de Barcelona. El tercero, la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones que estaba en Barcelona acaba de ser transferido a Madrid. Por otro lado, la crisis bancaria acabará también debilitando el poder financiero y económico de algunas de las comunidades autónomas. No debería sorprender, en estas circunstancias, que muchos identifiquen Estado con Madrid.

Una de las consecuencias del agotamiento del viejo contrato social es la expropiación del futuro de los jóvenes

Una de las consecuencias del agotamiento del viejo contrato social es la expropiación del futuro de los jóvenes. La combinación de un mercado laboral que incentiva en demasía los contratos de cero horas y la figura de autónomo para los jóvenes, un modelo productivo incapaz de generar empleo para ellos, unas prioridades de gasto público que les perjudican y una fiscalidad que les castiga es una pesada carga que soportan en el inicio de su vida laboral, carga que obstaculiza su emancipación.

Otra de las consecuencias es el malestar de algunas comunidades autónomas, que se ven perjudicadas por el modelo de financiación de los servicios públicos que desempeñan y por ese papel no neutral del Estado sobre los territorios que lo componen.

Como cualquier otro contrato privado suscrito entre particulares, el contrato social puede ser discutido y sometido a cambios por aquellos que lo acordaron: los partidos políticos y la sociedad en su conjunto. De hecho, cada cierto tiempo los países se ven forzados a reconsiderar decisiones pasadas y repensar su futuro. Esos momentos acostumbran a coincidir con crisis económicas serias que plantean retos. Hoy el contrato social que está detrás del modelo español de la Transición necesita tantos cambios estructurales en la vida económica como cambios constitucionales en la vida política.

Esos cambios son un test de vitalidad de nuestra sociedad para construir un proyecto de futuro que genere ilusión y regenere el pegamento entre individuos y territorios. Si tememos someternos a esa prueba, aparecerá la frustración y el deseo de algunos de buscar por su cuenta ese proyecto de futuro. Quizá en estas circunstancias sea un estímulo recordar al presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt cuando, en medio de la Gran Depresión, con los fantasmas de la desunión amenazando el proyecto de vida en común de EE UU, se dirigió a sus ciudadanos señalando que a lo “único que debemos temer es al miedo”. Necesitamos un liderazgo de ese tipo.

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